Un mundo que se derrumba .

 


Jorge Raventos analiza la evolución de la situación política regional.
Los años ’90 – una década maldita para la ideología hoy dominante- fue escenario de avances indudables no sólo en la Argentina, sino en el conjunto de la región latinoamericana: fortalecimiento de la democracia en el continente (sólo el régimen castrista, inaugurado en 1959, aparecía marginado de ese proceso), fuerte impulso a la integración (con el Mercosur como emprendimiento emblemático), absorción de inversiones externas y modernización económica, victorias sobre el narcotráfico y la guerrilla asociada (particularmente en el Perú de Alberto Fujimori).

Al influjo de la globalización, acelerada tras las caída del Muro de Berlín y de la derrota y desaparición de la Unión Soviética, los países de América Latina, a ritmos desiguales, se sacudieron la inercia y el aislamiento de décadas anteriores, y comenzaron a entrar en sintonía con las nuevas condiciones del planeta. Ese proceso no fue ni armónico, ni unívoco ni exento de conflictos: los tiempos de grandes transformaciones nunca lo son; por el contrario, al desatar energías dormidas y liberar fuerzas largamente paralizadas o reprimidas, exigen grandes esfuerzos de readaptación a las sociedades, incorporan nuevos valores, exigen habilidades diferentes, inducen renovados choques de intereses.

¿Se vive, en el primer decenio del siglo XXI, una reversión de aquel proceso noventista? Las apariencias sugieren una respuesta positiva. Pero es preciso ir un poco más allá de lo aparente. Tomemos, por ejemplo, el caso de Brasil, la nación más extensa y poblada de América del Sur. Allí, Luis Inazio Lula Da Silva, un presidente surgido del Partido de los Trabajadores, la mayor organización de izquierda del continente, encara con firmeza (y pese a la resistencia de un amplio arco de fuerzas que abarca desde la tradicional burguesía nacional proteccionista hasta corrientes de izquierda, sin excluir sectores de su propio partido) reformas noventistas (como la del sistema provisional) y despliega una política económica (que sus adversarios definen como “ortodoxa”) destinada a evitar el default y el aislamiento brasilero de los flujos mundiales de inversión y crédito.

El gobierno de Da Silva –no sin matices- parece convencido de que su programa de inclusión social de los sectores más marginados es irrealizable sin una activa política de inclusión de Brasil en las tendencias centrales del mundo. “No les teman a las empresas multinacionales”, aconsejó Lula a los empresarios argentinos la semana última en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires.

En Colombia, el presidente Alvaro Uribe lleva menos de quince meses en su cargo y ha desarrollado con marcados éxitos hasta el momento una política destinado a devolver al Estado el monopolio de la fuerza y el control del territorio, luchando en tres frentes: el de las organizaciones paramilitares, el de las guerrillas de las FARC (la organización armada más antigua del continente) y el de los poderosos clanes del narcotráfico, aliados y financistas de las FARC.

La victoria de Fujimori sobre la alianza narcoguerrillera en Perú había acrecentado la actividad de esos mismos sectores en Colombia: el narcotráfico debió trasladar a Colombia operaciones de cultivo y preelaboración de cocaína para lo cual requerían control sobre zonas más amplias de territorio, tarea de la que se encargó la guerrilla. Así, los zares de la droga pudieron aumentar un 30 por ciento las zonas de cultivos y reemplazar en Colombia la operación perdida en Perú.

Desde que Uribe está en el gobierno, y con importante apoyo de Estados Unidos (Colombia lleva recibida de Washington ayuda humanitaria, económica y militar por valor de 2.500 millones de dólares), el Estado colombiano ha recuperado el control sobre 79 de las 164 coumunidades que estaban en poder de la insurgencia y el narcotráfico, ha eliminado amplísimas área de cultivo esterilizándolas con rociado de eficaces químicos y ha desmantelado una treintena de plantas elaboradoras finales de cocaína. Un informe reciente de Naciones Unidas testimonia la fuerte caída de la producción de droga en ese país. La lucha del gobierno de Uribe por restablecer el orden de la ley en Colombia y por derrotar a las guerrillas y sus socios del narcotráfico está lejos de haber concluido y demandará aún un gran esfuerzo, no sólo colombiano, sino del resto del continente, ya que Uribe está batiéndose contra enemigos comunes de las sociedades americanas.

De hecho, los avances colombianos en esa pelea contra el narcotráfico y sus aliados empujan a éstos a un nuevo desplazamiento. Así como la ofensiva de Fujimori había forzado un traslado de operaciones de Perú a Colombia, los expertos detectan ahora una nueva mudanza: retorno a Perú y ampliación de las operaciones en Bolivia. La caída de la oferta de cocaína colombiana no ha producido un aumento del precio al consumidor en los principales mercados del primer mundo, fenómeno que se atribuye a que aquella oferta caída está siendo reemplazada por droga peruana y boliviana.

¿Pueden asignarse a esa causa la caída del presidente boliviano Gonzalo Sánchez de Lozada o las graves dificultades que atraviesa el presidente de Perú, Alejandro Toledo. Por cierto, esos procesos no tienen una única dimensión, pero de lo que no cabe duda es de que las crisis de gobernabilidad constituyen ámbitos ideales de despliegue para las fuerzas del narcotráfico y sus asociadas, que se benefician de ellas (y muchas veces las inducen) para ampliar su influencia y su poder.

Tanto en Bolivia, como en Perú, en las resistencias a las reformas que impulsa Lula Da Silva o en la propia Argentina un discurso único parece hilvanarse: un cuestionamiento a las reformas capitalistas, al mercado, al “neoliberalismo” y a la globalización (todo referido, entre nosotros, a la década del 90). Se trata de un relato que permite las simplificaciones y los lugares comunes pero que no resiste una mirada estricta. ¿Puede Bolivia, por caso, afrontar con capitales propios las enormes inversiones que demanda la exportación de gas a mercados que lo demandan y están en condiciones de pagarlo bien? ¿Puede Bolivia mejorar la situación social de sus masas empobrecidas sin movilizar sus formidables reservas de gas? Desde los discursos cargados de ideologismo –un rasgo que no es exclusivo de Bolivia, pero que allí está dramáticamente extendido- se atacan las inversiones extranjeras y la exportación de gas a Estados Unidos (particularmente, apelando a un reflejo nacionalista, si se concreta a través de puertos chilenos).

El narcotráfico no se ocupa de los discursos: ofrece una alternativa práctica a ese encierro. Los que rechazan la globalización pueden integrarse a la red global de la droga. El relato antiglobalización y anti-reformas capitalistas se construye omitiendo los datos de la realidad. Datos como los que aporta, por ejemplo, el economista sueco Johan Norberg: “Durante las últimas dos décadas, en las que se ha expandido el capitalismo global, la proporción de la pobreza absoluta se ha reducido en el mundo del 31 al 20 por ciento. Incluso a pesar de que la población total ha aumentado en 1500 millones de personas también se ha reducido en números absolutos (por primera vez desde que se registra esta estadística) en alrededor de 200 millones”. Agrega Norberg: “Las posibilidades de un rápido crecimiento para los países pobres son más altas cuanto más evolucionado está el resto del mundo. Cuando Inglaterra empezó a duplicar su riqueza en 1780, le costó 50 años. Cuando Japón hizo lo propio, un siglo más tarde, tardó 34 años. Y cuando Corea del Sur hizo lo mismo otros cien años después, le llevó sólo 11 años. Cuando los países están conectados unos a otros con comercio y movimiento de capitales, los pobres parecen ser los que más ganan”.

La reacción contra las reformas de los años 90 –adversa a la tendencia central de la época, la globalización, el proceso de integración mundial- se expresa con fuerza en el universo mediático y también en la práctica cruda de las redes del crimen o el terror organizado, que emplean con eficiencia los instrumentos tecnológicos globales pero luchan por mantener santuarios protegidos; alienta una atmósfera propicia a la centrifugación social.

Sin embargo, no constituye una corriente dominante en la realidad. Las reformas de Lula avanzan en Brasil, pese a los obstáculos. Uribe ha sorteado en Colombia más de una docena de atentados contra su vida y está reconquistando espacio territorial y político para la legitimidad de su país. Brasil y Argentina, aunque morosamente, han iniciado una reacción frente a la crisis boliviana que puede derramarse más allá de sus fronteras y quizás ya ha empezado a hacerlo. En noviembre, el continente entero discutirá el proceso de integración comercial a través del ALCA, mientras distintos acuerdos bilaterales o multilaterales de libre comercio van tejiendo por debajo otras tramas de integración. Mucho se rompe y mucho se construye. Como citaba en la primera mitad del siglo pasado Arturo Jauretche: “todo taller de forja es como un mundo que se derrumba”.
Jorge Raventos , 21/10/2003

 

 

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