Jorge Raventos examina la evolución de la situación política argentina . |
Primero la señora Hilda Chiche Duhalde y más tarde su esposo Eduardo, ex titular interino del Poder Ejecutivo la Nación e inequívoco líder del poderoso peronismo bonaerense, le han ofrecido en público a Néstor Kirchner la presidencia del Partido Justicialista. Proviniendo de figuras de esa escala, parecería tratarse de una oferta imposible de rehusar. Sin embargo, desde la Casa Rosada se ha comenzado a ensayar una gambeta para eludir lo que algunos hombres del kirchnerismo definen ya como “el abrazo del oso”: con ese título se aludía en las décadas del ‘60 y el ‘70 a las operaciones desplegadas por Juan Perón para controlar a adversarios o aliados so capa de ofrecerles el más cálido respaldo.
Tanta desconfianza hacia el apoyo que el peronismo bonaerense ofrece al Presidente probablemente sea inmerecida: al fin de cuentas, si Kirchner ocupa hoy la residencia de los presidentes no es sino porque Duhalde terminó inclinándose por su candidatura y volcó en mayo su aparato para aportarle al santacruceño las dos terceras partes del 22 por ciento de los votos que obtuvo en ese comicio.
El Presidente no ignora ese hecho, y quizás sea precisamente por eso que prefiere no acrecentar su Duhalde-dependencia aceptando la designación que le promete el caudillo de Lomas de Zamora. Kirchner prefiere reservarse los grados de libertad que, imagina, le brindan su condición de Presidente y la cifra mágica que repiten incansablemente sus propagandistas -“80 por ciento de apoyo de la opinión pública”-, antes que los compromisos que le ocasionaría ser el titular designado de un peronismo que él no controla (y que, por cierto, tampoco domina en su totalidad quien aspira a coronarlo).
En rigor, esos espacios de libertad que Kirchner quiere garantizarse son relativos y se estrechan con el tiempo y las circunstancias. El cuantioso respaldo de opinión pública al que remite con pretensión inapelable el oficialismo corresponde a encuestas que ya son antiguas. No sólo las cifras son más modestas al día de hoy sino que el propio gobierno así lo confiesa involuntariamente al elevar a la condición de “plebiscito pro-Kirchner” la victoria de Aníbal Ibarra sobre Mauricio Macri en la Capital Federal: Ibarra no se impuso 80 a 20, sino 53 a 47. Suficiente para la reelección del jefe de gobierno y para determinar quién salió primero y quién segundo, pero lejos de las mayorías abrumadoras que dibujan las encuestas adictas. Si bien se mira, casi uno de cada dos votantes se opuso al candidato oficialista (y de la cuenta del presunto plebiscito habría que restar, además, a quienes expresaron su repudio votando en blanco o no votando).
Si el pedestal de la opinión pública es más estrecho de lo que se dice, la realidad política también señala límites. Kirchner se encontrará en pocas semanas con un nuevo Congreso y con nuevos -o renovados- gobiernos provinciales, en los que predominará el signo peronista. ¿No le resultará más gobernable el país si acepta la oferta de Duhalde que si la rechaza? Presidir el partido mayoritario sin duda le demandaría compromisos, pero pondría en sus manos una herramienta superlativa para ejercer el poder y afrontar la crisis.
El peronismo, un movimiento que prefiere la decisión de gobernar a la gestión opositora (aunque ha demostrado eficacia en ambas), tradicionalmente se guió por el principio de que, siendo justicialista el Presidente de la Nación, era él quien debía conducir el partido. Así ocurrió con el propio Perón en sus tres mandatos y con Carlos Menem en los dos para los que fue electo.
Es cierto: no pasó eso con Héctor Cámpora, pero su breve presidencia se produjo mientras Perón estaba vivo y merced a que pesaba sobre el líder la proscripción del gobierno militar de la época (prolongación de la que limitó la democracia argentina desde 1955).
No es menos real que tanto Perón como Menem contaban con grandes mayorías electorales que los legitimaban.
Pero, aun si Kirchner no se encuentra en esta última situación y llegó al gobierno como producto de una división inducida del PJ, es probable que la fórmula sugerida por Duhalde sea ahora mejor que otras alternativas para perfeccionar la gobernabilidad del país, vía un fortalecimiento plural del peronismo. En verdad, ni Duhalde con su propuesta ni Kirchner con su insinuada negativa se han referido a otra opción viable: la realización de elecciones internas, un camino que se frustró en el camino hacia el comicio presidencial y que, de haberse concretado, convertiría hoy en abstractas estas otras elucubraciones.
Conviene observar también otras experiencias: el radicalismo en el gobierno tuvo problemas tanto en la presidencia Illia (cuando era Ricardo Balbín quien presidía el partido, como con Fernando De la Rúa, cuando el partido se alzó contra la línea del Presidente radical).
Por supuesto, no basta con que haya coincidencia personal entre la jefatura del Estado y la del partido. Lo indispensable -muy particularmente en el caso de un partido tan mayoritario como este peronismo- es un liderazgo común, capaz de expresar y articular las expectativas de ese movimiento con las necesidades que la realidad impone al gobierno y al país.
Kirchner ha intentado, desde su asunción, evitar todo compromiso orgánico con el justicialismo. Se inclinó, más bien, por una política que bautizó como “transversalidad” que, traducida en los hechos, ha implicado el intento de acumular fuerza fuera del PJ (a veces contra los candidatos de su partido) acercándose en especial a las corrientes sedicentemente progresistas con gestos y discursos y adoptando como propios puntos de la agenda de estos sectores.
Transcurridos ya cuatro meses de administración, el oficialismo comienza a verse acotado por la necesidad de gobernar y tomar decisiones. Y esos sectores en los que ha procurado apoyarse no sólo se revelan como poco abarcativos sino que, en algunos casos, se revuelven contra las resoluciones que Kirchner adopta: no lo aplauden por haber acordado con el FMI; recelan del respaldo solicitado a (y obtenido de) el gobierno de George W. Bush en esas negociaciones; le cuestionan (hasta hacerlo retroceder parcialmente) las medidas que debe promover para facilitar las maniobras militares interamericanas que tendrán lugar el mes próximo en Mendoza; observan con perplejidad que la Casa Rosada cuestiona ahora a Brasil (el socio estratégico en el Mercosur) y se inclina por llegar a acuerdos rápidos con México (socio de Estados Unidos en el NAFTA). Y, obviamente, le reclaman que no acepte la jefatura del Partido Justicialista, que se mantenga transversal. “Sería un terrible erro r para Kirchner - lo aleccionaba el sábado el literato progresista José Pablo Feinmann- ser apenas peronista, cuando puede ser mucho más”. Seguramente Kirchner reflexionará sobre ese consejo, aunque no comparta el extremismo filosófico del asesoramiento: Feinmann sostiene en su mensaje al Presidente que el peronismo “es la nada”, pero Kirchner no ignora los resultados de las elecciones ni la composición futura de las Cámaras legislativas (ni, probablemente, la historia).
No hay dudas, con todo, de que los gestos hacia la izquierda de Kirchner no han caído en el vacío: hay sectores más trajinados de esa ideología que hoy se muestran agotados de arar en el mar. parecen dispuestos a dejar de “pedir lo imposible” y a conformarse con ser una suerte de ala piadosa del oficialismo y hasta a tragar amargo y escupir dulce frente a algunas decisiones del gobierno que íntimamente reprueban. Un editorialista habitual de Página 12, por ejemplo, admitía el sábado 20 que se vienen los aumentos de tarifas (aunque no “en los términos que propone el Fondo”), consideraba que la baja del gasto público “cerrará el círculo virtuoso”, reclamaba la reforma del Estado y, con ella, “dejar caer las taras” que lo entorpecen (exquisita expresión para referirse al ajuste de personal) y hasta reclamaba a los sindicatos del Estado que asuman esa tarea (“contribuyan al esfuerzo”) en lugar “de esperar pasivos que algún planificador académico decida sobre el futuro” .
Estas muestras de oportuno realismo (que los mismos ideólogos habrían definido en otros tiempos como resignación), son justificados con el argumento de que los esfuerzos progresistas del Presidente deben ser apoyados para que no reaparezca el cuco, es decir, las fuerzas que suelen demonizarse con los nombres de “neoliberalismo” o “década del 90”. Para explicar mejor su apoyo a Kirchner, estos ideólogos deben abandonar por un momento las alusiones triunfalistas al “respaldo de la opinión pública” y advertir, en cambio, que “el exitista sin medida pierde con facilidad noción de la realidad”, recordar que “Mauricio Macri colocó 23 legisladores (…) un sector de la ciudadanía bonaerense colocó a Patti y Rico en el segundo y tercer puesto del ranking electoral” y alertar , ya en el viejo tono expeditivo, de que “en la sociedad superviven ideas y figuras que hace rato deberían haberse ido por la alcantarilla de la historia”.
Con amigos “transversales” que se quejan de sus decisiones, lo exhortan a cortar los lazos con el peronismo o, en el mejor de los casos, inclinan medrosamente la testa en actitud seguidista, es improbable que Kirchner pueda crear las bases de gobernabilidad que el país requiere para superar la crisis.
El peronismo, apoyado en la formidable extensión de sus triunfos electorales, parece ser una herramienta ineludible, aunque de manejo difícil. Napoleón aconsejaba buscar apoyo sólo en lo que resiste.
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Jorge Raventos , 22/09/2003 |
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