Pascual Albanese hace un primer análisis de la nueva situación política que se deriva de la renuncia de Carlos Menem a participar en la segunda vuelta electoral. |
La única verdad es la realidad. La decisión de Carlos Menem de no participar en la segunda vuelta electoral puede merecer, y de hecho así sucede, interpretaciones absolutamente disímiles y encontradas. Pero, más allá de las reacciones emocionales de partidarios y detractores, hay algo que está a la vista y que constituye un virtual acto de sinceramiento político: el notorio estado de fragmentación reflejado en las urnas el pasado domingo 27 de abril. El resultado de las muy peculiares circunstancias que rodearon desde un principio el desarrollo del proceso electoral, en particular la suspensión de los comicios internos en el Partido Justicialista, hace que el flamante gobierno electo asuma en condiciones de extremada fragilidad en su base de poder.
La no realización del ballotage circunscribe el apoyo electoral a Néstor Kirchner al 22% de los votos. El único antecedente histórico relativamente similar ocurrió hace cuarenta años y fue la experiencia de Arturo Illía, quien en 1963 asumió el gobierno con el 23 % de los sufragios. Pero en este caso hay una particularidad adicional: estamos frente a una coalición política, que en los hechos tiene una conducción bicéfala. Dentro de ese porcentaje notoriamente exiguo que hoy puede acreditar Kirchner, está computado el inestimable concurso del aparato partidario del peronismo bonaerense, encabezado por Eduardo Duhalde, que aportó el 43% de ese caudal. Dicho aparato consideró a Kirchner un aliado necesario para enfrentar a Menem, pero dista de reconocer en el mandatario electo una verdadera jefatura política. Si en materia de porcentaje de votos el panorama de Kirchner es bastante similar al de Illia, en el terreno de su sistema de poder el presidente electo tiene una situación similar a la de Fernando De la Rúa en relación a Raúl Alfonsín y a Carlos Alvarez.
Puede afirmarse que el actual gobierno de transición ha tenido éxito en su objetivo político, en sí absolutamente legítimo, de generar un mecanismo sucesorio que permitiera su continuidad en el poder. En cambio, ha fracasado rotundamente en el cumplimiento de la misión que constituía su principal razón de ser: la edificación de un sólido poder político, capaz de afrontar la crisis de gobernabilidad provocada a partir del colapso del gobierno de la Alianza.
Los problemas que no se resuelven no pueden saltearse, existen. En este contexto, Kirchner tiene por delante la misma tarea que Duhalde dejó incumplida. En las actuales condiciones institucionales, para evitar una nueva crisis de gobernabilidad, no hay otra opción que un giro drástico que posibilite articular un gobierno de unidad nacional. En caso contrario, no resulta difícil predecir una reiteración de la experiencia de la Alianza. La belicosidad de su primer mensaje como presidente electo, imbuído de la retórica ideológica en boga en la década del 70, revela que esa alternativa pacificadora está hoy bien lejos de sus intenciones. Habrá que esperar, y apostar, a los efectos moderadores que a veces produce la dura pedagogía de la realidad. |
Pascual Albanese , 15/05/2003 |
|
|