El fin de - la transición - .

 


A menos de un mes de la decisiva elección presidencial y a menos de 60 días de la asunción de un presidente electo, entre algunos analistas políticos comienza a debatirse el carácter del próximo gobierno.
Apoyándose en las cifras que exhiben algunas de las encuestas publicadas, que insisten en mostrar la presunta paridad de los cinco candidatos principales, hay comentaristas que afirman que el gobierno que viene será "necesariamente" una continuidad del régimen transitorio que encarna Eduardo Duhalde.

El empate virtual sería, desde ese punto de vista, lo que obligaría a una negociación de facto entre las políticas que se van y las que lleguen. Desde esa perspectiva, el comicio apenas representaría una lavada de cara del régimen actual, una parada en boxes destinada a dotar a estas políticas de una mayor cuota de legitimidad, precarizada sin embargo por el alegado equilibrio de fuerzas.

Ese diagnóstico tiene un primer defecto: se basa en información parcial. Pocos ignoran que el gobierno alienta la publicidad de algunas encuestas y guarda, en cambio, bajo siete llaves otras que muestran una distancia clara entre uno de los candidatos y el pelotón de sus perseguidores. A la luz de esa información, la teoría del equilibrio de fuerzas se desbarranca y con ella cae la postulada necesidad de continuismo de la transición. No es la única falla de ese análisis.

El gobierno provisorio de Duhalde, después de provocar ciertos cambios radicales (fundamentalmente: la liquidación de la convertibilidad que funcionaba como eje del conjunto de los contratos, la devaluación y la pesificación asimétrica, que generaron consecuencias letales sobre el poder adquisitivo de la mayoría de la sociedad) se dedicó a postergar la solución de los problemas. Dejó para el futuro presidente la negociación con los acreedores de la deuda pública, cortó el pago a los organismos internacionales, mantuvo congeladas las tarifas de los servicios.

A fines de la semana última, presumió de resolver el tema del corralón con un decreto que, sin embargo (y al margen de otros juicios), deja pendiente el tema de las compensaciones que, por otra parte, ni siquiera está previsto en el presupuesto.

Es obvio que el gobierno que asumirá el 25 de mayo no podrá aplicar el mismo procedimiento (la bicicleta) y tendrá que hacerse cargo de esa masa de cuestiones irresueltas. De allí que el continuismo que esos análisis vaticinan sea objetivamente imposible: el gobierno de Duhalde gastó a cuenta y al próximo eso no lo estará permitido: tendrá que pagar la factura que deja su antecesor.

Esa factura es múltiple: incluye encarar de inmediato la emergencia social y sanitaria, elevar los salarios corroídos hasta el hueso por la devaluación, restablecer los parámetros de seguridad jurídica indispensables para alentar el ahorro, la inversión y el consumo, encarar la negociación con los acreedores, afrontar la reforma del Estado, el control del gasto público y el superávit fiscal compatible con aquella negociación, asumir con firmeza la seguridad de ciudadanos, empresas e instituciones ante el creciente desafío del crimen organizado. Y adecuar las estructuras de la sociedad argentina a un mundo globalizado que hoy está definiendo un nuevo sistema de poder.

Para poder hacer frente a esa herencia, no hay continuidad que resista ni modificación gradualista que sea sustentable: el próximo presidente tendrá que hacerse cargo de un cambio profundo del régimen que ha imperado durante la transición. De lo contrario, lo que se profundizará será la crisis.

La sociedad argentina sabe o intuye que ese es el caso. Los analistas parecen perplejos ante el hecho de que hoy más del 60 por ciento de las intenciones de voto anticipen su preferencia por el peronismo, superando la proporción excepcional que alcanzó el propio Juan Domingo Perón en 1973, cuando finalmente se quebró la proscripción que lo había inhabilitado en 1955.

El asunto se vuelve menos sorprendente si se lo pone en línea con el fracaso de la Alianza que gobernó entre diciembre de 1999 y diciembre de 2001. La orientación del voto hacia el justicialismo parece una corrección del tiro por parte de la ciudadanía, la búsqueda de una fuerza capaz de tomar decisiones, afrontar situaciones críticas y garantizar gobernabilidad, con todo lo que ello implica. En el curso de las semanas que restan hasta el comicio, los encuestadores también ajustarán su puntería y seguramente registrarán con progresiva corrección tanto esa tendencia general, como el flujo interno del voto al peronismo, concentrándose en un candidato por encima de los restantes.

Si es cierto que el país necesita cambio de régimen y gobernabilidad, antes que continuidad y gradualismo, el voto va a abrir las puertas a esa solución. La necesidad tiene cara de hereje.
Jorge Raventos , 29/03/2003

 

 

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