En esta columna se aborda la contraposición existente entre la visión compartida por el Ministro de Economía, Roberto Lavagna, y el titular de la Unión Industrial Argentina, Héctor Massuh, y las ineludibles exigencias que plantea hoy el crecimiento industrial argentino. |
Los discursos pronunciados por el Ministro de Economía, Roberto Lavagna, y por el titular de la Unión Industrial Argentina, Héctor Massuh, en la segunda fase de la VIII Conferencia Industrial convirtieron al evento en la primera reivindicación pública de cierta significación política de la devaluación monetaria de enero pasado, realizada después del silencioso pase a retiro de José Ignacio De Mendiguren del Ministerio de la Producción y de la presidencia de esa entidad empresaria.
Lo que no puede reprocharse ni a Lavagna ni a Massuh es insinceridad o falta de coherencia. Ambos expresaron con diáfana claridad lo que siempre pensaron, aunque no siempre dijeron, los principales dirigentes del fenecido "Grupo Productivo": el régimen de convertibilidad fue la causa principal del colapso económico argentino. No hubo aquí eufemismos referidos a la presunta insustentabilidad del sistema, sino a su existencia misma. Donde caben sí formular algunos reparos es en la manifiesta incongruencia entre esas afirmaciones y la tozuda realidad de los hechos.
En una Conferencia Industrial efectuada en diciembre del 2002, que fue el año de mayor caída de la producción industrial de toda la historia económica argentina y en el que, a pesar de una devaluación de más del 70 %, las exportaciones industriales también cayeron, hubiera sido tal vez útil tener en cuenta, a la hora de efectuar un balance de esas características, que en la década del 90, a partir precisamente de la implantación de la convertibilidad, la producción industrial argentina registró, en cambio, una expansión de más del 60 %, que fue la más elevada de la historia. Algunos sectores relevantes, como el automotriz, el petroquímico y el agroalimentario, alcanzaron en esa época un crecimiento aún mayor. En relación a las exportaciones industriales, que en definitiva es la única medida verdaderamente significativa de la competitividad internacional de un aparato productivo, el aumento en esos diez años fue superior al 150%. Tampoco sería ocioso recordar, en tren de comparaciones, que antes de la implementación de la convertibilidad, a lo largo de toda la década del 80, los índices señalaron un retroceso industrial del orden del 10 %.
Ante la contudencia irrefutable de las cifras, es difícil pensar que estemos ante un simple caso de ignorancia o de estupidez, sino más bien frente a un análisis distorsionado por una óptica sectorial extremadamente peculiar. Es la lógica muy particular de los intereses beneficiados por la devaluación, que en realidad constituyen un segmento marginal dentro del sistema económico argentino y está encarnado, básicamente, por los sectores industriales más atrasados e internacionalmente menos competitivos y por aquellos empresarios que en la década del 90 transfirieron sus activos y colocaron el dinero resultante en el exterior.
Obvio resulta que el crecimiento industrial del país, que tendría que constituir la máxima prioridad de las autoridades económicas y, sobre todo, de la UIA, demanda ante todo superar la fenomenal crisis de confianza nacional e internacional, restablecer la seguridad jurídica, garantizar el respeto irrestricto a los contratos entre particulares, recrear un sistema financiero capaz de devolver el flujo del crédito para la inversión y el consumo, renegociar la deuda externa pública y privada y establecer un horizonte de previsibilidad que exige estabilidad en las reglas de juego e, inevitablemente, la existencia de una moneda fuerte, tal cual sucedió en la década del 90 con la convertibilidad.
Ninguno de esos prerrequisitos ocupó, empero, un lugar preponderante en la apología devaluacionista de los discursos de Lavagna y Massuh, que trasuntan la intención de utilizar las diatribas contra la convertibilidad como una excusa "post mortem" para justificar el estruendoso fracaso de las recetas actualmente aplicadas. |
Pascual Albanese , 05/12/2002 |
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