Peronismo y crisis política.

 

El evidente intento del actual gobierno de transición de conseguir de cualquier manera la eliminación de las elecciones internas se opone a las exigencias que plantean la situación del peronismo y de la nación. Lo importante no es sólo que el país elija lo antes posible un nuevo presidente constitucional. Es fundamental también que no tenga que hacerlo dos veces el mismo año.
No hace falta exigirle demasiado a la inteligencia para comprender que la crisis argentina es, ante todo y sobre todo, una gravísima crisis de gobernabilidad. Desde diciembre de 1999 hasta la fecha, hubo tres presidentes constitucionales que se vieron forzados a precipitar su salida del gobierno. Pero importa sí señalar que existe, además, un común denominador entre el estrepitoso fracaso y caída de Fernando De la Rúa, la breve semana en la Casa Rosada de Adolfo Rodríguez Saá y el acortamiento del mandato legal de Eduardo Duhalde. En los tres casos, hubo una manifiesta debilidad política de origen, que consistió en la ausencia de una fuerza política organizada capaz de respaldar activamente sus respectivas gestiones presidenciales.

De la Rúa no ejerció jamás el liderazgo político de la Alianza, que mientras existió fue compartido entre Raúl Alfonsín y Carlos Álvarez. Rodríguez Saá y Duhalde tampoco tuvieron nunca un liderazgo legitimado por el peronismo. La nominación de Rodríguez Saá nació de un precario y efímero consenso entre los gobernadores peronistas, roto días después en la frustrada reunión de Chapadmalal. La designación de Duhalde surgió de un acuerdo legislativo entre el peronismo bonaerense y el radicalismo, un pacto político que desde hace meses ha quedado virtualmente sin efecto.

Retrospectivamente, puede incluso afirmarse que la propia victoria de la Alianza en las elecciones de octubre de 1999 fue el resultado de la incapacidad revelada por el peronismo para resolver exitosamente el problema planteado por la sucesión presidencial de Carlos Menem. Hay un agregado de carácter histórico que no corresponde obviar. En 1983, el justicialismo no realizó elecciones internas e Ítalo Luder perdió a manos de Alfonsín. En 1989, sí las hizo y, de esa manera, triunfó Menem. En 1999 no las tuvo y Duhalde fue derrotado por De la Rúa. La conclusión cae por su propio peso: por las características propias del peronismo, sólo un candidato presidencial elegido democráticamente puede legitimar un liderazgo unificador, capaz de garantizar no sólo la victoria electoral sino la gobernabilidad del país.

En las actuales circunstancias, esta particularidad del peronismo adquiere una importancia primordial. Porque la desaparición política de la Alianza ha colocado al peronismo como la única opción de gobierno para la Argentina. De allí que las elecciones internas del Partido Justicialista, convocadas para el 15 de diciembre próximo, constituyan un paso indispensable para encarar la reconstrucción del poder político, absolutamente necesaria para enfrentar la crisis. En ese sentido, el evidente intento del actual gobierno de transición de conseguir de cualquier manera la eliminación de esas elecciones internas va en dirección opuesta a las exigencias que plantean la situación del peronismo y del país.

En este contexto, adquieren una extraordinaria significación política los pronunciamientos coincidentes de Carlos Menem, José Manuel De la Sota y Carlos Reutemann, quienes con escasas horas de diferencia subrayaron con absoluta claridad la necesidad imperiosa de que el peronismo concurra a las urnas para legitimar su futura fórmula presidencial. En contraste, sobresalen también la ambigüedad gubernamental y el silencio mantenido sobre este tema por Rodríguez Saá y por Néstor Kirchner.

Lo importante no es sólo que el país elija lo antes posible un nuevo presidente constitucional. Es fundamental también que no tenga que hacerlo dos veces el mismo año.
Pascual Albanese , 27/09/2002

 

 

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