La responsabilidad de Bush hacia Brasil.

 

Tan pronto como se conozcan los resultados de la próxima elección presidencial en Brasil, George W. Bush debería invitar al ganador a su rancho en Texas y proponerle un tratado económico bilateral que el nuevo líder de Brasil no pueda rechazar.
Por supuesto, una negociación de este tipo sería una gran apuesta política para un presidente de Estados Unidos que enfrenta bastantes dificultades por todas partes. Pero los beneficios para los dos países y el resto de la región serían considerables. Una oferta de este carácter también ayudaría a rectificar la desatención de la región por Estados Unidos, cuando las tendencias en América del Sur formulan una amenaza considerable hacia Estados Unidos.

El presidente de Estados Unidos debería ofrecer al próximo presidente de Brasil el libre acceso al mercado de los Estados Unidos del calzado, el azúcar, los textiles, el acero, los porotos de soja, los jugos cítricos, el etanol y otros productos brasileños que actualmente enfrentan barreras de importación. Un acuerdo de este tipo aumentaría las exportaciones anuales brasileñas en 5.000 millones de dólares.

Bush también debería comprometer el apoyo de su administración a la estabilidad macroeconómica de Brasil a través del FMI y de las otras instituciones financieras internacionales y de los Estados Unidos. Debería trabajar para disipar los miedos del mercado de un catastrófico, tipo Argentina, default de la deuda. El paquete de rescate de 30.000 millones de dólares otorgado a Brasil por el FMI provee los cimientos para una oferta sobre estos lineamientos.

Bush debería proponer un nuevo tratado bilateral de inversiones, diseñado para impulsar a las corporaciones de Estados Unidos a mirar a Brasil con renovado interés. Las expectativas de crecimiento, estabilidad y reglas claras deberían inducir fácilmente un boom de la inversión extranjera hacia Brasil. Más aún, el presidente de Estados Unidos debería respaldar un programa contra la pobreza diseñado por los brasileños e implementado a través del Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y la Agencia Internacional de Desarrollo de Estados Unidos. Sería difícil para un presidente brasileño entrante, hasta para uno de los dos candidatos de tendencia izquierdista que lideran las encuestas, rechazar un ofrecimiento de este carácter.

A cambio, Bush debería demandar que Brasil abra los sectores de mercado restringidos a las importaciones o inversiones extranjeras y se comprometa con objetivos monetarios y fiscales diseñados para asegurar la estabilidad económica. Más aún, las dos naciones que lideran la región deberían acordar que cualquier nación de la región puede unirse a este pacto si liberaliza su comercio, adopta los objetivos y políticas de una estabilidad económica hemisférica y hace cumplir las previsiones del estatuto democrático de la Organización de Estados Americanos. Pocos países en la región podrían soportar los costos de ser excluidos.

¿Por qué debería Bush incitar la furia de las corporaciones y los sindicatos de los Estados Unidos actualmente protegidos de la competencia de Brasil? Porque ahora ellos deberían haber aprendido cuán costoso y peligroso puede ser el desentendimiento de los Estados Unidos de las regiones con problemas. Las decisiones de Estados Unidos de ignorar el deterioro de Afganistán en los 90 y de retirarse de Medio Oriente al comienzo de la administración Bush ayudaron a convertir situaciones difíciles en desesperadas, arrastrando sus tumores a desparramarse internacionalmente y aun a alcanzar las costas de Estados Unidos. Al menos que una fuerte iniciativa genere esperanzas creíbles para los votantes, políticos e inversores latinoamericanos, la caída progresiva del hemisferio sur está destinada a acelerarse, profundizarse y amenazar a los Estados Unidos de múltiples formas.

En la mayoría de los países sudamericanos, las condiciones sociales desesperadas alimentan una política muy sucia, que impiden a los líderes electos sostener las políticas el tiempo suficiente para aliviar la pobreza, que ahora también está destruyendo a una clase media cada vez más delgada. Este ofensivo ambiente político también impide que los presidentes electos completen sus mandatos y alienta los peores tipos de aventurerismo político.

Los shocks externos recurrentes amplifican los terribles efectos de las malas prácticas gubernamentales locales. Desde las crisis financieras globales que causan sequías de capital hasta los cambios bruscos en los precios de exportación, los eventos externos fuerzan con regularidad a los débiles gobiernos latinoamericanos a sujetar sus frágiles economías a remedios dolorosos. Los programas de austeridad fiscal que sacan dinero de funciones gubernamentales críticas - escuelas, policía, hospitales, tribunales - son constantes. También lo son las crisis bancarias que pulverizan los magros ahorros y jubilaciones del público, establecen tasas de interés que destrozan al sector privado y los despidos que dejan a las familias de los desocupados sin una red confiable de seguridad social.

Las expectativas altas alimentan frustraciones profundas y en los años 90 las naciones latinoamericanas tenían grandes esperanzas por las reformas políticas y económicas que estaban llevando a cabo. Las reformas de mercado, se creía, llevarían a la prosperidad, la democracia a la civilidad, y la inminente y profunda integración económica con Estados Unidos conduciría a la modernidad. Hoy esas promesas aparecen como sólo otro fraude perpetrado por los extranjeros, actuando en conspiración con los cómplices corruptos en las elites locales.

Las privatizaciones fueron un fraude, la liberalización del comercio una maniobra para importar artefactos costosos para los ricos y la austeridad fiscal un truco para tomar dinero de los pobres para pagar a los bancos extranjeros por préstamos que nunca ayudaron al país. Más aún, la democracia sólo alimentó la corrupción y los Estados Unidos fueron un asociado insensible, no confiable, que se preocupó sólo de las deudas, las drogas y los inmigrantes ilegales latinoamericanos.

Esta caricatura de la experiencia latinoamericana de los 90 inspira debates nacionales en todas partes. Joseph Stiglitz es el economista más citado entre los políticos populistas en América Latina, no porque conozcan su obra, ganadora de un Premio Nobel, sino porque sus violentas declamaciones contra el consenso de Washington, el FMI, el Tesoro de los Estados Unidos y la globalización proveen un forraje perfecto para sus discursos y plataformas.

Un acuerdo entre los Estados Unidos y Brasil ciertamente no resolvería todos los problemas que asedian a América Latina, ni siquiera los de Brasil. Las dificultades para un tratado de este tipo - desde lo político a lo técnico - son tan numerosas como los poderosos intereses que movilizaría contra él - desde los monopolios del azúcar en la Florida de Jeb Bush hasta los conglomerados mejicanos amenazados por los nuevos intrusos latinos en su NAFTA.

Pero una propuesta bilateral ambiciosa, que supere los obstáculos de una década para un Área de Libre Comercio de las Américas, al tiempo que incluye a todos los otros países dispuestos a ser participantes, sería la primera buena noticia que ha escuchado la región en una década. Puede hacerse. Todo lo que Bush necesita es coraje político y sed de historia.

El autor es Editor General de "Foreign Policy".

Artículo publicado originalmente en "Financial Times".
Moisés Naím , 20/09/2002

 

 

Inicio Arriba