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La noche cayó sobre un mundo diferente. |
La mirada de "The Economist" sobre "el mundo diferente" (según las palabras de George W. Bush) que emergió de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. |
El 11 de Septiembre ha sido un acontecimiento transformador, no sólo por su enormidad sino también por la naturaleza de los ataques. Cincuenta mil estadounidenses fueron muertos en una década de combates en Vietnam. Eran combatientes, que murieron en los campos de batalla. Más de 3.000 personas fueron asesinadas en una mañana en New York, Washington y Pennsylvania. Estaban yendo a sus vidas cotidianas, hasta que la muerte llegó, literalmente, desde un cielo azul claro. Los estadounidenses ya no estaban más seguros en su territorio, algo que no había ocurrido en las guerras de Vietnam, Corea o la Segunda Guerra Mundial.
Uno de los mitos fundacionales de los Estados Unidos es que es un lugar aparte, un continente protegido por amplios mares. Desde la advertencia de Thomas Jefferson a la nueva república contra las "alianzas complicantes", hasta el llamado de Ronald Reagan a sus conciudadanos para construir una ideal "ciudad sobre una colina", los estadounidenses han visto a su país como un lugar seguro, único. Estos los hizo profundamente diferentes de los europeos, quienes, con la excepción de los británicos, viven con un pasado reciente de soldados invadiendo sus territorios. Ningún invasor había atacado a Estados Unidos desde 1812. Walter Russell Mead, del Council of Foreign Relation, llama al resultado el "mito del aislamiento virtuoso". Esto ha sido desde hace tiempo parte de lo que hace diferente a los Estados Unidos.
Hace un año este mito fue sacudido. Despojados de su cobertor de la distancia y la inviolabilidad, los estadounidenses se encontraron a sí mismos en guerra en Afganistán y, posiblemente, próximos a ampliar el conflicto a Iraq. También comenzaron, aunque modestamente, a moverse con algunas de las características de una nación que se organiza a sí misma para la guerra en casa: ajustando la seguridad, a veces al costo de las libertades civiles, y creando un nuevo departamento gubernamental para la defensa en el territorio. Introduciendo a los americanos en una experiencia ya compartida por otros, los ataques hicieron a Estados Unidos más similar al resto del mundo. Al mismo tiempo, probaron - y de alguna forma reforzaron - la autopercepción de la nación como un lugar aparte.
En su libro de 1996 "American Exceptionalism", Seymour Martin Lipset argumenta que los estadounidenses "muestran un mayor sentido de patriotismo y de creencia en que su sistema es superior a todos los otros... que los ciudadanos de otras democracias industrializadas".
El patriotismo posterior a septiembre fue también una aproximación entre ellos. Significó celebrar las virtudes de sangre y coraje de los trabajadores de "cuello azul", los bomberos y miembros de la policía que no diseñan programas de computadoras pero que corrieron hacia el World Trade Center para salvar vidas. Trescientos cuarenta y tres bomberos murieron el 11 de Septiembre. El suyo no era un mundo donde los jefes hacen billones mientras los trabajadores pierden sus jubilaciones. Un quinto de ellos eran jefes, capitanes y tenientes que murieron con sus subordinados.
Y para la administración Bush, los ataques la introdujeron en una nueva era en las relaciones internacionales. "Yo realmente pienso que este período es análogo a 1945-1947 - dijo Condoleezza Rice, la consejera de seguridad nacional - en que los acontecimientos iniciaron movimientos en las placas tectónicas de la política internacional". Ella está exagerando un poco. Algunos movimientos habían comenzado bastante antes. Pero, en general, tiene razón. Estados Unidos se encuentra a sí mismo queriendo reordenar el mundo, un mundo que, en ciertos aspectos, se comprueba sorprendentemente receptivo a este objetivo.
Una vez en toda la vida
Nadie fue más rápido en responder, o más decisivo en empujar el cambio político, que el presidente de Rusia Vladimir Putin. Aceptó la cancelación del tratado contra los misiles defensivos de 1972, el despliegue de soldados estadounidenses en antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central y Georgia y la posibilidad de una gran expansión de la OTAN.
Opuestamente, pocos países estuvieron más nerviosos acerca de las nuevas condiciones, o más vacilantes acerca de los cambios políticos, que los miembros de la Unión Europea. Cuando Bush llamó a la guerra contra el terror "el foco de mi administración", hizo explícito lo que había sido evidente desde el final de la Guerra Fría: Europa ya no es más la línea del frente del combate estratégico que inflama a la administración estadounidense. Esto no significa que sea irrelevante: desde el 11 de Septiembre, la colaboración en inteligencia se ha profundizado dramáticamente. Pero significó que la asociación transatlántica ya no estuviera más en el centro de la visión del mundo de los Estados Unidos.
Vigilando este fluido escenario, Rice argumentó que ofrecía una oportunidad de una sola vez en la vida. "Es importante comprender claramente esto y posicionar los intereses e instituciones estadounidenses antes de que se consoliden nuevamente". Capturando esta oportunidad, la administración retornó al tipo de unilateralismo "tómelo o déjelo", moderado por confusiones ocasionales dentro de sus filas. En este aspecto, al menos, hay un tipo de continuidad en la política exterior.
Poco tiempo después del 11 de Septiembre, John Gray, un historiador británico, proclamó que "la era de la globalización ha terminado". Dos meses más tarde, los miembros de la Organización Mundial de Comercio, reunidos en Doha, lanzaron una nueva ronda de liberalización del comercio. Lo hicieron parcialmente en respuesta al 11 de Septiembre. Bob Zoellick, el representante comercial de los Estados Unidos, argumentó que el comercio más libre era parte del combate contra el terrorismo. A pesar de los desastres financieros en América Latina y del casamiento de la administración, por motivos políticos, con el proteccionismo del acero y de la agricultura, el 11 de Septiembre no redujo el ritmo de la globalización.
Más ampliamente, no hubo signos de la administración retirándose a un aislacionismo estilo la década de 1930. En los meses después del 11 de Septiembre, Bush propuso aumentar la asistencia para el desarrollo un 50 %. Envió tropas a países tan apartados entre sí como Colombia, Pakistán y las Filipinas. Como argumentó Jessica Mathews, presidenta del Carnegie Endowment for International Peace, "el efecto más dramático de este año ha sido la tremenda extensión del involucramiento exterior de los Estados Unidos".
El mal y sus variantes
El segundo aspecto del excepcionalismo americano, su religiosidad, explica algunas confusiones de la política reciente. La política exterior estadounidense ha tenido desde siempre un fuerte componente moral. Los enemigos no son meramente amenazas a la seguridad nacional. Ellos son el mal. Bush creó un eje con esto, una frase que tiene más sentido para los estadounidenses que para ningún otro. No hay tal cosa como un amigo de conveniencia. "Usted está con nosotros o contra nosotros", dijo Bush.
El inevitable resultado fue la confusión al tratar con países que no encajaban en ninguna categoría, como Arabia Saudita. Hubo confusión dentro de la administración porque, al menos en el Departamento de Estado, las demandas de la realpolitik y la diplomacia entran en conflicto con los impulsos de la moralidad. Y hubo aún un mayor grado de incertidumbre en el manejo de Israel y Palestina porque, en adición a las dificultades intrínsecas de este conflicto, la administración estaba ahora influida por las fuertes voces de aquellos que la urgían para cambiar de ser un honesto intermediario en la región a un adherente sin excepciones de Israel.
Finalmente, los ataques del 11 de Septiembre trajeron a la superficie una cualidad de Estados Unidos que recientemente había sido olvidada. Al contrario de cualquier otra democracia, con la posible excepción del Reino Unido, Estados Unidos posee un fuerte "lobby" de guerra. Los estadounidenses tienden a creer que las guerras resuelven las cosas. Están dispuestos a apoyar un vasto gasto militar y ver desplegadas las armas más temibles.
Esto es lo opuesto de lo que se creía universalmente. Después de la humillante retirada de Somalia y de la negativa inicial a llevar tropas a los Balcanes, Estados Unidos comenzó a ser visto en algunas regiones como un tigre de papel, de aspecto fiero pero no dispuesto a combatir. Bin Laden calificó de cobardes a los estadounidenses. De hecho, como señala Russel Mead, cuando las cuestiones más profundas de la seguridad nacional están involucradas, el público estadounidense ha estado deseoso de tomar, e infligir, daños enormes. Tuvo pocos reparos para bombardear Japón, soportó graves pérdidas en Corea y la opinión pública apoyó a la guerra de Vietnam casi hasta el final (aunque ciertamente la opinión de la elite no lo hizo). Ahora, casi el 60 % de los estadounidenses dice que su país debería atacar a Iraq aunque eso significara fuertes pérdidas.
Después de Pearl Harbor, el almirante Yamamoto, el arquitecto de esa incursión, admitió que él había "despertado un gigante dormido y lo había dotado con una terrible resolución". Un año después del 11 de Septiembre, bin Laden puede haber hecho lo mismo. La consecuencia ha sido letal para el Talibán y partes de al-Qaeda. Esto no es precisamente cómodo para los aliados. Pero, dado lo que es Estados Unidos, era probablemente inevitable. Y, para la derrota del terrorismo global, puede ser también lo necesario.
Síntesis de un artículo publicado originalmente en "The Economist". |
Agenda Estratégica , 12/09/2002 |
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