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Rumbo estratégico y poder político. (Tercera Parte) |
Texto completo de lasexposiciones de Jorge Raventos, Pascual Albanese y Jorge Castro en la Mesa de Análisis de Segundo Centenario, el 7 de mayode 2002. |
Jorge Castro:
La crisis argentina, que se manifiesta ante todo en una notoria pérdida de rumbo estratégico, es en primer lugar una fenomenal crisis de confianza nacional e internacional. Como toda crisis de confianza, tiene una raíz eminentemente política. La respuesta a este estado de emergencia no pasa entonces solamente por la formulación de un diagnóstico acertado sobre la situación del país y por la consiguiente definición de un rumbo estratégico acorde con la exigencia de los tiempos. Ambas condiciones son absolutamente necesarias, pero no suficientes. Hace falta cumplimentar una tercera condición: la construcción de un sistema de poder capaz de otorgarle a esa estrategia una sólida base de sustentación política.
No estamos ante una discusión teórica. La cuestión no reside únicamente en la definición del "qué", sino también, y fundamentalmente, en la determinación del "quién". Porque este cambio de rumbo no es un asunto reservado para economistas. Está inexorablemente asociado a una necesaria recomposición del actual sistema político. Hasta entonces, la fuerza inercial del actual sistema de poder, con sus inconsecuencias y vacilaciones, sólo promete "más de lo mismo".
El acuerdo de catorce puntos negociado entre el presidente Duhalde y los gobernadores peronistas indica el punto de partida de un reacomodamiento de alianzas dentro del actual sistema político. El acuerdo parlamentario entre el peronismo bonaerense y el radicalismo, con la participación secundaria del Frepaso, que en enero pasado dio sustento a la actual administración, agotó sus posibilidades de sobrevivencia ante la imposibilidad de avanzar en la negociación con el Fondo Monetario Internacional con que tropezó el ex-ministro de Economía Jorge Remes Lenicov en su último viaje a los Estados Unidos. Sobre todo cuando el secretario del Tesoro norteamericano Paul O'Neill, a quien nadie le podrá reprochar jamás ambigüedad en sus definiciones públicas, se encargó de puntualizar que el estancamiento de las conversaciones obedecía a la ausencia en la Argentina de un liderazgo político adecuado para implementar las reformas estructurales que exigen las circunstancias.
La consecuencia inevitable fue el notorio debilitamiento del poder presidencial y la reaparición de los gobernadores peronistas en la mesa de las decisiones políticas, a través de un mecanismo asambleístico de características un tanto tumultuarias, similares al que rodeó en su momento la designación y la renuncia de Adolfo Rodríguez Saá. Un símbolo emblemático de esa nueva situación fue el veto impuesto por los gobernadores peronistas a la designación del actual secretario de Energía Alieto Guadagni como ministro de Economía, que no se fundó en objeciones a su reconocida idoneidad, sino en los reparos surgidos a raíz de su doble condición de histórico funcionario bonaerense y a su antigua relación profesional con Mario Broderson, principal asesor económico de Raúl Alfonsín.
En estas circunstancias, se insinuó un deslizamiento dentro del sistema de poder político desde el Congreso Nacional hacia las jefaturas territoriales del peronismo, erigidas ahora en principales interlocutores del Poder Ejecutivo Nacional y en únicos garantes de su continuidad amenazada. En ese contexto, la hipótesis de un adelantamiento de las elecciones presidenciales, reclamada ya a viva voz por diversos sectores del peronismo, quedó sólidamente instalada en la opinión pública y en los distintos factores de poder nacionales e internacionales.
Cuando la renuncia de Remes Lenicov pareció desnivelar la balanza en favor de los intereses que, dentro y fuera del gobierno, preconizaban la adopción de una alternativa política y económica de características aislacionistas, el peso de los gobernadores volcó la decisión hacia la continuidad de las negociaciones con el FMI. De allí que, a pesar de la cierta vaporosidad conceptual que caracteriza la redacción de algunos de los catorce puntos acordados, sobresale nítidamente la diáfana claridad con que se encuentran precisadas tres de las principales exigencias planteadas por el FMI: el acuerdo fiscal entre el Estado Nacional y las provincias, la derogación de la ley de subversión económica y la eliminación de las reformas aprobadas en febrero pasado en la ley de quiebras.
En términos estratégicos, puede decirse que el principal de los catorce puntos acordados es el primero: "Respetar los acuerdos internacionales de la Nación y reafirmar la vocación de integrar a la Argentina al resto del mundo". En una situación normal, sería como decir que la Tierra es redonda. En la Argentina de hoy, es una definición de carácter estratégico, porque responde a una pregunta básica: "¿Hacia adónde vamos?"
Pero la importancia política de esos catorce puntos, que tomaron como base para el entendimiento la propuesta presentada por el gobernador de Salta Juan Carlos Romero no reside sólo en la definición de un rumbo estratégico orientado hacia la reinserción internacional de la Argentina, que descarta por inviable la opción aislacionista barajada en el máximo nivel del Poder Ejecutivo Nacional.
Más importante todavía es que ese rumbo estratégico haya sido asumido como propio por el conjunto del peronismo, a través del compromiso público suscripto por sus principales jefes territoriales. Porque la significación de este nuevo consenso surgido dentro del peronismo, convertido hoy por el colapso del gobierno de la Alianza en la única fuerza política capaz de garantizar la gobernabilidad del país, va más allá de los acontecimientos de los próximos noventa días y de la suerte inmediata de esta etapa de transición. Lo fundamental es que esta definición abre las puertas para una nueva instancia política en la Argentina.
En el actual escenario político, con una crisis que avanza al galope, puede afirmarse que no existe a la vista, al menos en el corto plazo, ninguna posibilidad concreta de modificación del actual sistema de poder que no pase por una previa recomposición de fuerzas dentro del peronismo.
En este sentido, existe aquí un dato político que excede largamente la coyuntura y adquiere una importancia estratégica: la virtual totalidad de los actores políticos del peronismo, incluido el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Felipe Solá, coincidió unánimemente en la necesidad de avanzar en la reinserción internacional de la Argentina como condición necesaria para la superación de la crisis. Esa definición tiene una significación de mediano y largo plazo que excede cualquier conjetura sobre la suerte política del actual gobierno.
En términos históricos, puede afirmarse que, puesto de cara al abismo, el peronismo logró resolver, en lo esencial, el debate interno que tenía pendiente acerca del sentido de los cambios estructurales realizados en la década del 90 con el liderazgo político de Carlos Menem, una transformación de fondo pero que había quedado inconclusa, aproximadamente a mitad de camino. Lejos y atrás quedaron las condenas ideológicas al "modelo" con las que se fundaron argumentalmente la devaluación monetaria de enero pasado. Muy por el contrario, el rumbo acordado constituye en los hechos, una reivindicación de aquellas reformas estructurales, concebidas no como una empresa acabada sino como un nuevo piso histórico para encarar el presente y el futuro de la Argentina.
Lo que viene ahora es la construcción de un nuevo sistema de poder que permita transformar ese rumbo estratégico en una política que no sólo sea efectiva en el corto plazo, sino también sustentable en el tiempo. Resulta obvio que, por su naturaleza, la alianza parlamentaria que dio origen a la actual administración, con la activa participación del radicalismo bonaerense y de los restos del Frepaso, no está en condiciones de encarnar semejante viraje político.
El mundo globalizado no premia la lucidez tardía. En circunstancias de relativa normalidad, un par de semanas pueden resultar muy poco tiempo para que un gobierno logre adoptar decisiones de fondo, que implican avanzar en reformas estructurales largamente demoradas. Pero en las encrucijadas extraordinarias de crisis, la velocidad de una decisión es casi tan importante como su contenido. Más aún en una situación de "confianza cero" como la que atraviesa hoy la Argentina. Dos semanas pasan a ser entonces una eternidad. Sobre todo, si ese par de semanas son los primeros días posteriores a un acuerdo político de noventa días, forjado apresuradamente ante un estado de emergencia en el que entró en juego la autoridad presidencial. Si durante ese lapso irrepetible no se obtienen resultados concretos, nada permiten indicar que las siguientes semanas puedan ser mucho más provechosas.
En los días que sucedieron a la firma de este acuerdo de catorce puntos, los hechos fueron marcadamente elocuentes:
- La trabajosa designación de Roberto Lavagna como ministro de Economía no despertó resistencias mayormente significativas, pero tampoco alcanzó para recrear un mínimo clima de confianza en medio de un panorama de extremada incertidumbre política y económica.
- La dificultosa integración del equipo económico, un trámite azaroso que resultó más pródigo en rechazos que en aceptaciones a los ofrecimientos formulados, puso de manifiesto la notoria ausencia de expectativas favorables.
- Las objeciones parlamentarias a los proyectos de derogación de la ley de subversión económica y de modificación de la ley de quiebras dilatan los tiempos de la negociación con el FMI.
- La reestructuración del gabinete nacional revela el grado de aislamiento interno que padece el gobierno dentro del peronismo, orfandad que le impide ampliar, aunque sea mínimamente, sus bases de sustentación política, confinadas al aparato partidario del peronismo bonaerense.
La conclusión salta a la vista : el gobierno no parece estar en condiciones de articular una coalición política capaz de sustentar el rumbo estratégico orientado hacia la reinserción internacional de la Argentina. La alianza parlamentaria con el radicalismo y los restos del Frepasoha quedado fuertemente resquebrajada, sin que aparezca en el horizonte una alternativa de reemplazo. Lo ocurrido en estos últimos días revela que el acuerdo sellado con los gobernadores peronistas es más un acuerdo de carácter programático, cuyo cumplimiento está básicamente en manos del actual elenco gobernante, que un compromiso político efectivo en cuanto a su implementación.
Las notorias dificultades surgidas alrededor del cumplimiento efectivo e inmediato de ese acuerdo agravan sensiblemente las condiciones de la actual emergencia económica y social, hasta convertir lo que era una crisis política previsible en una crisis política inevitable.
La implacable frialdad de los números habla de por sí. El presupuesto sancionado para el año en curso, que constituyó el punto de partida apara la negociación con el FMI, preveía para todo el año 2002 un tope de expansión monetaria de 3.500 millones de pesos. Sólo en el primer cuatrimestre, que acaba de terminar, la emisión monetaria ascendió a 6.200 millones de pesos. Proyectada en el año, esa cifra treparía a los 18.600 millones de pesos, una cantidad apreciablemente superior a la totalidad de la masa monetaria actualmente en circulación.
No cabe empero ni la sorpresa ni el estupor ante esta notable discordancia numérica. Lo verdaderamente asombroso sería que no hubiese ocurrido. En su momento, los técnicos del FMI formularon dos observaciones básicas al diseño presupuestario aprobado para el presente año. La primera era que no había sido computado el costo fiscal originado en la compensación al sistema financiero por las consecuencias de la pesificación forzosa de los préstamos y los depósitos bancarios. La segunda objeción estaba referida a las estimaciones excesivamente optimistas en materia de recaudación tributaria.
En pocas semanas, los hechos conformaron ambas prevenciones. De los 6.200 millones de pesos de emisión monetaria, sólo en este primer cuatrimestre fueron necesarios 3.700 millones para financiar la pérdida de depósitos de un sistema bancario que ya exhibía niveles de iliquidez de dimensiones verdaderamente dramáticas, severamente afectados ahora por el incesante "goteo" derivado de la aceptación judicial de las primeras tandas de los recursos de amparo presentados por los ahorristas.
Los restantes 2.500 millones de pesos de esta emisión cuatrimestral sirvieron para enjugar el déficit fiscal de estos meses, cuyo monto virtualmente equivale al déficit presupuestario previsto para todo el año. La causa principal de este enorme desbarajuste de las cuentas públicas es la constante disminución de la recaudación tributaria, originada en la acentuación de la brutal depresión de la actividad económica. En los primeros cuatro meses de este año, el producto bruto interno viene cayendo a una velocidad anualizada del 17,2 %.
Esta expansión monetaria realimenta naturalmente la espiral inflacionaria provocada por la devaluación. Las previsiones presupuestarias estaban basadas en un nivel de inflación del 20 %. Sólo en este primer cuatrimestre, los indicadores de precios al consumidor elaborados por el INDEC están ya por encima de esa cifra. El índice de precios mayoristas triplica ese porcentaje. Y en la canasta alimentaria se cuatriplica.
Los efectos sociales de esta situación están a la vista. La tasa de desempleo, incrementada por la profundización de la recesión, ronda el 24 %. Es la más elevada de toda la historia económica argentina. Los índices de pobreza, incentivados por el alza constante de precios en los productos de primera necesidad, están muy cerca de alcanzar al 47 % de la población, que fue el récord alcanzado en esta materia durante el estallido hiperinflacionario de junio de 1989.
En este contexto, el gobierno afronta una disyuntiva a la que virtualmente no tiene escapatoria. O frena drásticamente la emisión monetaria o la utiliza como recurso extremo y desesperado para financiar aumentos en los salarios y en los haberes previsionales licuados por la devaluación y la escalada inflacionaria. En el primer caso, el país se encamina peligrosamente hacia un estallido de violencia social generalizada. En el segundo, marchará velozmente hacia la hiperinflación.
En cualquiera de ambas situaciones, que habrán de irrumpir sin pedir permiso en un plazo que más que calcular en meses conviene empezar a medir en semanas, el recambio político no será bueno ni malo. Será simplemente inevitable. Y, como sucede siempre ante lo inevitable, más que esforzarse vanamente por impedirlo, es preferible prepararse para afrontarlo.
Los acontecimientos tienen una lógica propia que muchas veces desborda la voluntad y las intenciones de sus protagonistas. La crisis no espera. Los gobernadores peronistas están ahora obligados a hacerse cargo de su obra inconclusa. Su capacidad de iniciativa alcanzó esta vez para dotar al peronismo, más que al propio gobierno, de un rumbo estratégico indispensable para guiar su acción. Falta ahora la legitimación de un liderazgo político capaz de encarnarlo en los hechos.
El peronismo tendrá que prepararse, y pronto, para garantizar políticamente la consecución del camino elegido. Para recrear un clima de confianza nacional e internacional en sus posibilidades de conseguirlo, está obligado a nominar, a la brevedad, a la fórmula presidencial que asumirá la responsabilidad de encarnarlo desde el gobierno.
La profunda crisis de legitimidad que afecta al conjunto del sistema político argentino hace extremadamente difícil que esa fórmula presidencial pueda ser ungida por un simple acuerdo entre dirigentes. Tendrá que surgir de un llamado a elecciones internas abiertas. Porque esa elección interna es la mejor alternativa para garantizar la unidad del peronismo, imprescindible para asegurar su victoria en la contienda electoral que se avecina.
No estamos únicamente frente a una cuestión de tipo partidario. Existe, además, una segunda razón, aún más poderosa que la anterior, para impulsar rápidamente esa convocatoria. En la próxima elección, el país no sólo elegirá a un nuevo presidente. Tendrá que plebiscitar en las urnas el rumbo estratégico y el programa necesarios para la Argentina de los próximos años. Porque sólo a través de la fortaleza que emana de la legitimidad democrática, podrá construirse el poder político que hace falta para salir de la crisis y encauzar el rumbo estratégico de la Argentina como Nación. |
Segundo Centenario , 07/05/2002 |
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