El anticipo electoral conspira contra la gobernabilidad que invoca

 


A partir de la ocurrencia del matrimonio presidencial de adelantar a junio los comicios legislativos de octubre se han escuchado distintas justificaciones, tanto las que ha urdido el oficialismo como las que compró o forjó un sector de la oposición, que en principio apareció dispuesto a acompañar la aventura de los Kirchner. Conviene purificar la atmósfera de argumentos destinados a confundir o candorosamente contaminados por la confusión.
El primero de ellos es simplón pero tiene cierta eficacia. Dice así: ¿Por qué está mal el adelanto electoral cuando lo deciden los Kirchner y está bien si lo resuelven Mauricio Macri en la Capital o Hermes Binner en las municipales de Santa Fé? “Saqué plata como hace todo el mundo. ¿Por qué me llevan preso?”, se defendería análogamente el ladrón de bancos. El sofisma es obvio: la mayoría de las personas que se van de un banco con dinero no lo han robado, algunas simplemente retiran sus ahorros o cobran un cheque. Lo que hicieron Binner y Macri no fue “adelantar” las elecciones distritales santafesinas o porteñas, sino fijarles fecha, como están habilitados y obligados a hacerlo de acuerdo a las leyes. Sólo los Kirchner están “adelantando”, algo que implica violar una prescripción del código nacional: “La elección se realizará el cuarto domingo de octubre inmediatamente anterior a la finalización de los mandatos”. .

Pero –alegan el oficialismo y distintos corifeos- si es el Congreso el que cambia el Código, el anticipo se vuelve legal. Formalmente es cierto que el Congreso puede modificar el Código Electoral Nacional. Ahora bien, los códigos, las normas están hechas para ser cumplidas, no para modificarlas a gusto del gobierno de turno o a la primera de cambio. El establecimiento de la fecha fija para los comicios nacionales (cuarto domingo de octubre) es casi flamante. Fue propuesto, para más datos, por este mismo matrimonio presidencial (corría el año 2004 y entonces la primera dama era ella y él era presidente de jure).

Pero, alegan, ¿qué tiene de malo votar antes? “No es de demócratas tenerle miedo a las elecciones”. Esto es cierto. En rigor–lo dijo la señora de Kirchner al explicar la medida- es el gobierno el que considera al proceso electoral “un escollo”. Pero además, conviene aclarar que el voto no es la única condición de la democracia: se trata de votar en un marco de legalidad, convivencia, legitimidad y condiciones parejas para todos los que intervienen. Modificar las reglas en medio del juego, por ejemplo, no puede definirse precisamente como democrático.

¿Se adelantarán las presidenciales?

En el catálogo de razonamientos destinados a dorar la píldora del cambio repentino de fecha, aparecen algunos más dramáticos. “Lo primero es proteger la gobernabilidad”, declaró Néstor Kirchner.

A ese riesgo, que hasta ahora no había sido invocado por el gobierno, un opositor le agregó un comentario de su propia cosecha: en momentos de crisis política –dijo- “en las democracias, los gobiernos adelantan las elecciones…” Es un juicio breve y genérico, de tono apodíctico…y falso. ¿Estados Unidos, para citar el caso más obvio, no es una democracia o nunca atravesó crisis alguna? Porque no se conoce que haya adelantado elecciones.

El procedimiento de anticipo electoral ocurre ocasionalmente en casos de crisis importantes; y no “en las democracias”, sino en las “democracias parlamentarias”. Y eso tiene sentido, porque allí el adelanto de las elecciones supone dejar en manos de la fuente de soberanía (los ciudadanos) la suerte total del gobierno: se ratifica el rumbo o cambiar todo el personal a cargo, empezando por la cabeza. De ese modo, efectivamente, pueden resolverse problemas de gobernabilidad, pues se supone que ocupará el poder un partido o una coalición con mandato fuerte.

En un régimen presidencialista como el nuestro, el efecto equivalente equivaldría a adelantar, no un comicio de renovación parcial legislativa, sino una elección general que incluyera la presidencia de la República.

Un mero anticipo de la elección legislativa, lejos de fortalecer la gobernabilidad, seguramente la fisurará más.

Todos los estudios demoscópicos pronostican que el gobierno central no sacará más votos que en las dos últimas elecciones (2005 y 2007), sino una cifra significativamente menor.

Usando así el mismo criterio interpretativo con el que Kirchner pretendió disimular su reciente fracaso en Catamarca por comparación con comicios anteriores, un resultado como el que ya se vaticina sancionaría una derrota incuestionable del oficialismo. Sin embargo, el resultado de las urnas no tendría traducción institucional inmediata, ya que la nueva integración del Congreso recién se concretaría el año próximo. Hasta el fin de las sesiones ordinarias, en diciembre, continuarían sentados en las bancas los diputados y senadores surgidos de relaciones de fuerza de años anteriores.

Un oficialismo caprichoso y maniobrero podría sentirse tentado de usar relación de fuerzas anacrónica admitida por esa brecha legal, con criterio faccioso. Así, la extensa vida paralela de una nueva mayoría electoral sin mandato legislativo hasta diciembre y un Ejecutivo golpeado, aturdido y más aislado por la derrota probablemente contribuiría a un ensanchamiento de la crisis, a la extensión de los riesgos que al parecer ya atraviesa la gobernabilidad.

Mirarse en el espejo del pasado

Conviene estudiar experiencias anteriores. En 1989, el doctor Raúl Alfonsín soportaba el vendaval de la hiperinflación y la crisis social y adelantó la elección presidencial. Después anticipó también (más de seis meses) la entrega de la presidencia a Carlos Menem, que ya había sido electo.

Si en 1989 el cambio permitió alentar expectativas favorables sobre un control de la crisis, hay que adjudicarlo a una suma de factores. Primero: se producía desde el Poder Ejecutivo, es decir, desde la cabeza. La sociedad, pese al escepticismo, estuvo dispuesta a atenerse al viejo proverbio: escoba nueva barre bien. Más allá de las expectativas, entonces funcionaba un sistema político capaz de asimilar o contener dentro de límites razonables sus naturales pujas; pese a estas, mantenía altísimas cuotas de diálogo y confianza recíproca. Los partidos tenían liderazgos consolidados y legitimados. Pese a la crisis, el doctor Alfonsín mantenía su indiscutida autoridad en la UCR y Menem no había llegado a la presidencia por el dedo de nadie, sino fruto de una elección interna en la que participaron millones de personas y de una disputada elección general (en ambos casos había derrotado a las fuerzas hasta allí dominantes, tanto en su propio partido como en el país).

Estas circunstancias permitieron afrontar la situación. Junto con la presidencia había sido elegido un nuevo congreso, de mayoría justicialista. Pero estos diputados y senadores no tomarían sus cargos hasta varios meses más tarde. Al asumir anticipadamente, Menem debía convivir medio año con el Congreso viejo, mayoritariamente alfonsinista. La mayúscula dificultad se solucionó a través de un acuerdo político: hasta que asumiera la nueva mayoría, el “viejo” congreso facilitaría la aprobación de las medidas de emergencia que el nuevo Ejecutivo necesitara. El acuerdo fue posible porque existía el sistema político y había diálogo y confianza.

¿El país aprende de sus caídas?

En el año 2003, Eduardo Duhalde tuvo que anticipar elecciones en otra situación crítica, signada por las consecuencias de la pesificación asimétrica, el llamado “corralón” financiero que comprimió los ahorros en dólares de millones de argentinos y la paralela licuación del sistema político. Eran los tiempos del “que se vayan todos”.

Duhalde no sólo adelantó los comicios. También los condujo discrecionalmente, modificando las reglas vigentes. La entonces flamante ley de reforma política, que imponía elecciones internas abiertas en los partidos, fue modificada (“por única vez”, se dijo entonces, como se dice ahora).

En aquella ocasión ni los partidos, ni la Justicia, ni los medios, ni los opinadores que hoy se han vuelto concientes del valor de las normas y las instituciones parecieron inmutarse por esas transgresiones. Muchos de ellos preferían ignorarlas porque sabían que estaban dirigidas a impedir que Carlos Menem alcanzara legal y legítimamente la candidatura presidencial de un justicialismo unificado.

Duhalde les dio el gusto a muchos. Allí se aceleró un proceso de centrifugación partidaria del Justicialismo y una fuerte distorsión del sistema político, consecuencias de las que el propio Duhalde hoy seguramente está arrepentido. Llegó a la presidencia Néstor Kirchner.

Surgido de esa matriz sesgada y de un linaje propio de irregularidades que había desarrollado en la lejana, inadvertida Santa Cruz , no es demasiado extraño que hoy Kirchner muestre una fuerte tendencia a la reincidencia. Quizás por un prurito de coherencia, algunas voces que estuvieron ligadas al duhaldismo le aceptan hoy a Kirchner (al fin de cuentas, su descendiente) quiebras renovadas de la legitimidad electoral. A diferencia de 2003, hoy hay amplios contingentes de la sociedad que ya no toleran esas transgresiones.

Subsiste, con todo, un sector que –con argumentos aparentemente realistas que quizás visten meros intereses- se insinúan dispuestos a admitirlas. No se trata de deslegitimar los intereses. El problema reside, si se quiere, en que se emplea un falso realismo y así hasta el provecho que ese sector eventualmente persigue queda mal defendido. La ruptura de las reglas no genera más gobernabilidad, sino menos. Admitir la quiebra de los criterios de legitimidad equivale a alentar la violación serial.

La vida paralela hasta diciembre de un congreso recién elegido pero sin bancas y de otro deslegitimado pero formalmente en pie no puede dar respuesta apta a ninguna crisis, sino todo lo contrario: constituye una fuente de desgobierno y parálisis que, hasta que no se encuentre una salida efectiva, producirá gravísimos efectos sobre el crédito, la producción, el empleo, el bienestar de los argentinos.

El país espera respuestas eficaces a los acuciantes problemas de seguridad, de inversión, de empleo. Observa con atención las latentes amenazas a las libertades. Hace un año que la Argentina interior está paralizada por los obstáculos que el gobierno coloca a la cadena agroindustrial, eje de la actividad de centenares de pueblos y ciudades, palanca de la inserción internacional del país.

La crisis no se afronta toqueteando la legitimidad electoral, sino afrontando con seriedad y auténtico espíritu de diálogo la solución a esos problemas.
Jorge Raventos , 04/06/2009

 

 

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