Desde el martes 25 de marzo, cuando –tras abandonar el reparo de El Calafate- se vio obligada a dar alguna respuesta a la movilización agraria, la presidente Cristina Kirchner no ha dejado de hablar del campo: siete discursos en diez días. Parece que la señora no soporta que interpretaciones distantes de la suya queden con la última palabra sobre el asunto y se empeña con suerte dispar en imponer su propio relato de los acontecimientos o se indigna con la prensa, a la que acusa de parcialidad. |
"Estoy tan lleno de grietas que
por todas partes me salgo".
Terencio, El Eunuco, Acto I Escena II
Hasta maltrató verbalmente (acusándolo de ser autor de "un mensaje mafioso") al gran dibujante uruguayo Hermenegildo Sabat –progresista para más datos- porque la pintó en Clarín con los labios cruzados por dos curitas, en lo que quizás haya sido un mensaje artístico destinado a recordarle el viejo consejo: "el silencio es salud". En fin, la señora se muestra algo desenfrenada después de las tres semanas de paro y demostraciones del campo.
Y no es para menos: el gobierno consiguió algún efecto con el acto realizado el 1 de abril en la Plaza de Mayo, pero ese resultado fue menos rutilante que el que la Casa de Gobierno esperaba (y que el que podía inferirse del cuantioso costo de la movida, que contó con miles de colectivos dispuestos por gremios, municipios y gobiernos provinciales o conseguidos merced a los buenos oficios del Secretario de Transporte de la Nación, Ricardo Jaime, el Señor Subsidio. Un público poco fervoroso cumplió con el deber de ocupar su puesto en la Plaza y prestó menguada atención al discurso de la señora de Kirchner, mientras en el caldeado palco oficial las tensiones entre funcionarios (Guillermo Moreno gesticulando el clásico Io t'amazzo a su superior formal, el joven ministro de Economía Martín Lousteau) no alcanzaban a disimular la ausencia de muchísimos intendentes, algunos gobernadores, varias organizaciones gremiales y numerosos aliados.
La erosión provocada al oficialismo por su confrontación con el campo se suma a la que le ocasiona la creciente inflación, el impulso hacia arriba del conjunto de los precios y, especialmente, los de la canasta alimentaria. El gobierno ya había resentido su vínculo con las clases medias en un proceso que se aceleró a partir del plebiscito misionero de fines de 2006 en que cayó la utopía del reeleccionismo perpetuo en la que hacía punta el kirchnerista Carlos Rovira. Las elecciones presidenciales de 2007 decretaron la derrota del oficialismo en la mayoría de las grandes ciudades del país, nueva evidencia del alejamiento de las clases medias urbanas que, si hacía falta otra prueba, desempolvaron las cacerolas nuevamente para exhibir su apoyo al campo y su rechazo del gobierno.
Empezó así a tejerse una urdimbre de solidaridades entre campo y ciudad, clases medias urbanas y rurales que ya empieza a reflejarse en la caída de imagen de la señora de Kirchner en las encuestas de opinión pública. Seis de cada diez argentinos respaldaron al campo, censuraron la actitud confrontativa del gobierno y cuestionaron los discursos presidenciales sobre el tema. El 2 de abril, la convocatoria del campo superó en potencia el acto oficialista: mostró unidad, solidaridad, organización. Desplegó un programa y un tono de unidad nacional.
En pleno conflicto, mientras Néstor Kirchner soñaba en Puerto Madero con imponer el estado de sitio para sacar a los campesinos de las rutas y Aníbal Fernández verbalizaba su irrealizado deseo de expulsarlos con las fuerzas de seguridad, lo que pasaba alrededor de las asambleas campesinas corría en otra dirección: gendarmes y prefectos, lejos de dedicarse a desbaratar las medidas de fuerza de los productores o enfrentarse con ellos, actuaban con prudencia y contribuían a que los bloqueos decididos por las asambleas se llevaran a cabo en orden y pacíficamente. En las rutas, el poder fáctico del gobierno se había evaporado.
Por algún motivo que deberá explicarse, en las ciudades (particularmente en la Capital), mientras la policía permanecía quieta y a distancia de los acontecimientos, el oficialismo optó por convocar a Luis D'Elía y sus mujaidines para recuperar por momentos el control de las calles. Hasta hace algún tiempo el gobierno mantenía, con esos mismos sujetos, un control monopólico del espacio público; hoy, ese monopolio luce agrietado.
El ahuecamiento progresivo del poder gubernamental tiende a extenderse bajo la forma de tensiones internas de la administración, crecientes desobediencias y disidencias en los aparatos políticos afines y manifestaciones de mayor independencia en sectores que hasta hace poco optaban por el silencio y la disciplina. Los síntomas de ingobernabilidad se acrecientan.
Que esos rasgos se presenten en un país que viene creciendo a más del 8 por ciento anual en los últimos cinco años y que sigue beneficiándose con el viento de cola que le proporciona la economía internacional desmiente la sabiduría convencional que vaticinaba largos años de reinado kirchnerista determinados y sostenidos por los buenos precios de la soja. La crisis política se presenta independientemente de las condiciones favorables de la economía. El divorcio entre los Kirchner y la opinión pública urbana y rural es la fuente de ingobernabilidad.
Esa situación política realimenta un rasgo que el gobierno ya venía acentuando: el aislamiento internacional. La señora de Kirchner, en sus discursos destinados a defender la política confiscatoria de las retenciones móviles, sostiene como ideal el "desacople" entre precios internos y precios internacionales, una lógica que, más allá de que sea parcialmente sostenible en tiempos de vacas gordas con subsidios y compensaciones, revela el "modelo ideal" del gobierno: una economía amurallada que se mueve sin vínculos con la economía mundial. Ese puede ser el programa ideal de sectores que se sienten condenados por la competencia internacional, pero no puede ser el norte de sectores avanzados y coimpetitivos ni de una sociedad que cuenta con los recursos de Argentina para afrontar esta nueva oportunidad histórica que el mercado mundial le ofrece para crecer.
Mientras la movilización del campo supone una política de apertura al mundo, de eliminación de las restricciones a la exportación, en paralelo con un fortalecimiento de la Argentina interior a través de una redistribución territorial del ingreso (coparticipación de todos los tributos, federalismo fiscal), el programa del oficialismo es el de la succión centralista, las regulaciones burocráticas y el aislamiento.
Hace cuatro meses, en esta columna señalábamos: "Lo que se está cocinando en los calderos kirchneristas es un incremento del centralismo, el estatismo y la discrecionalidad. El viernes 30 de noviembre, al presidir un nuevo gesto de control de precios impulsado por Guillermo Moreno, la señora de Kirchner aseveró que el mercado no asigna bien los recursos. Se nos había dicho durante mucho tiempo –dijo- que el mercado todo lo solucionaba,que podía asignar recursos de acuerdo a eficiencia y eficacia y todos sabemos que esto no es así. La frase explicita el sentido de una práctica: el gobierno considera natural y razonable que los niveles de ganancia de las empresas se fijen desde el poder, al que se asigna la atribución de decidir en qué casos son legítimas y cuándo excesivas. A través de imposiciones como las retenciones recorta utilidades y aplica políticas confiscatorias. Como las retenciones no se coparticipan, incrementan la capacidad del poder central para presionar sobre provincias y municipios."
El gobierno K no confía en el mercado, no confía en el mundo, no confía en las provincias y los municipios. No confía en los productores. Tampoco confía en los poderes institucionales, ni en el Congreso, ni en leyes -como la de Presupuesto- que obstaculicen el superpoder de la discrecionalidad.
Sucede, ay, que la desconfianza es recíproca. Y el poder se ahueca y se fisura.
La gobernabilidad se evade por las grietas del poder.
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Jorge Raventos , 16/04/2008 |
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