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El poder produce canas (¿qué decir de su pérdida?) |
Cuando Felipe González, a la cabeza del socialismo español, encaró sus primeros desafíos electorales en la era postfranquista, sus asesores de imagen lo convencieron de teñirse canas en las sienes para neutralizar algo su aspecto extremadamente juvenil de entonces. |
En la Argentina –aun en esta Argentina largamente bendecida por los altos precios internacionales de sus productos- las canas las pinta espontáneamente la realidad y, en todo caso, las tinturas y afeites son requeridos, al revés, para esconder estragos y achaques verdaderos. Obsérvense, por caso, las hondas ojeras que enmarcan la mirada del jefe de gabinete, Alberto Fernández, y el tono ceniciento adquirido por su cabellera: todo fue conseguido en cumplimiento de su misión: su pelo lucía renegrida antes de conseguirse oficinas en la Casa Rosada. Si no cambia de oficio en tiempo prudencial no sería raro que el proceso se acelere y agrave incluso la dispepsia que lo obliga a dieta estricta y pastillas digestivas. Es que, desde diciembre y en virtud del llamado doble comando (el poder repartido entre ambos miembros del matrimonio Kirchner), Fernández tiene que atender dos teléfonos diferentes, que a menudo disponen rumbos contradictorios o argumentan con razones enfrentadas y que lo obligan a operar ya como bisagra articuladora, ya como mediador, ya como solucionador de conflictos.
Escolta y traductor de Néstor Kirchner durante un período extendido, esos cuatro años y pico, con todas las dificultades que implicaron y con los reveses políticos personales que le depararon (licenciatario del oficialismo en la Capital siempre derrotado electoralmente, protector principal de Aníbal Ibarra a quien no pudo salvar de la destitución, etc.) tuvieron al menos la tranquilidad de que sólo debía servir a un señor. La formal entronización de la Señora de Kirchner en la presidencia de la Nación y el paralelo poder del Cónyuge, ejercido desde Puerto Madero, complicaron la tarea.
Durante la campaña, Alberto Fernández desarrolló una interpretación propia del galimatías que funcionó como consigna central de la Señora: esa que prometía cambio, pero aseguraba continuismo. El jefe de gabinete aspiraba a una segunda etapa kirchnerista en la que –merced al estilo más prolijo y el discurso más, digamos, racional atribuido a la Señora- se cerraran las brechas abiertas con las clases medias urbanas (un cráter que, entre otras cosas, le impide a Fernández hacer pie político firme en la ciudad de Buenos Aires). El cambio debía traducirse en alejar algunas caras con mala imagen pública (la mayoría pertenecientes a adversarios personales o competidores del propio Fernández), mejorar un poco las relaciones con algunos medios informativos estratégicos y corregir el aislamiento internacional, adoptando posiciones más moderadas, menos estentóreas.
Muy rápidamente pudo observarse que, aun suponiendo que la Casa Rosada hubiera comprado esa interpretación de la línea a seguir, las oficinas de Puerto Madero tenían otra idea. Las "caras extrañas" que el kirchnerismo prolijo quería apartar fueron reaseguradas en sus cargos. La aspereza del discurso se mantuvo. Los temas emblemáticos (por ejemplo: la obstinada defensa pública de las fantasías que dibuja el INDEC de Guillermo Moreno) fueron sostenidos con renovado vigor. Y el caso de la valija con petrodólares tiró al diablo toda intención moderadora en el terreno internacional. La Casa Rosada atacó con virulencia la independencia de la justicia de Estados Unidos y se ató a Hugo Chávez; Néstor Kirchner viajó a sumarse al circo (para peor, frustrado) armado por el jefazo venezolano con la excusa de que la narcoguerrilla colombiana se volvería "humanitaria" y liberaría rehenes para su mayor gloria. Pialado en ese lazo bolivariano, el kirchnerismo tomó distancia del gobierno democrático colombiano agredido por la narcoguerrilla y acompañó tácitamente el reclamo de Chávez de que dejara de considerarse a las FARC un grupo terrorista y se les concediera el status de parte beligerante, igualada jurídicamente de ese modo al Estado colombiano.
Al comentar esa situación, decíamos en enero en esta columna: "El planteo de Chávez, formulado ante el Congreso de su país, otorga una altísima jerarquía institucional al más abierto y grave desafío que se haya lanzado en América Latina a un principio básico del orden jurídico no sólo continental, sino universal: el principio de no intervención en los asuntos internos de otros países. El presidente venezolano deberá asumir la responsabilidad de dinamitar ese importante principio y abrir la puerta a otras potenciales intervenciones en el continente.
Tanto la OEA como la Organización de Naciones Unidas tienen desarrollada una jurisprudencia sobre este asunto: "Todos los estados deberán abstenerse de organizar, apoyar, fomentar, financiar, instigar o tolerar actividades armadas, subversivas o terroristas encaminadas a cambiar por la violencia el régimen de otro estado y de intervenir en las luchas internas de otro estado".
Enredado en aquel episodio, el gobierno argentino reaccionó mal cuando, dos semanas atrás, Colombia eliminó un destacamento narcoguerrillero que operaba desde Ecuador al mando del número 2 de las FARC. Ciertamente, en esa emergencia las fuerzas colombianas ingresaron en territorio ecuatoriano, por lo que pidieron disculpas a Ecuador y a la comunidad de estados americanos. Pero hacía rato que estaba claro que la narcoguerrilla opera con el apoyo chavista y que en ese conflicto la intervención en asuntos internos de otros Estados había comenzado desde Caracas. La Casa Rosada adoptó a priori una postura de condena a Colombia y de silencio frente a los movimientos chapistas. La OEA, orientada hacia un punto de vista equilibrado por Brasil, Chile y México, defendió el principio de no intervención y la intangibilidad del territorio de los estados, no condenó a Colombia y se orienta ahora a emitir una declaración condenatoria de la protección a las actividades terroristas y de la agresión del narcotráfico. Chile y Brasil, con sendos presidentes surgidos de importantes fuerzas de izquierda locales, impulsan a la región hacia posturas razonables y equilibradas. El oficialismo argentino deberá elegir entre acompañar a los aliados regionales naturales de Argentina o mantenerse adherido a sus vínculos con el chavismo. En cualquier caso, la opción que se adopte seguramente tendrá repercusiones sobre otros debates que se procesan en reserva (pero muchas veces a los gritos) en el seno del poder.
Fernández quiso reorientar el diálogo con Estados Unidos, conversó discretamente con el embajador Wayne, negoció una visita de Néstor Kirchner a un foro americano de lobbistas, estimuló una visita de la Señora a Londres (para asistir a un acto colateral al congreso del Partido Laborista) y consiguió (a través de dos embajadores: el francés en Buenos Aires y el argentino ante Francia: el hombre de Peugeot, Luis Ureta Sáenz Peña) que Cristina de Kirchner almuerce en París con el presidente Nicolás Sarkozy. De paso, el jefe de gabinete -previendo situaciones futuras- introdujo una cuña en la Cancillería, reencuadró el CONFER poniéndolo bajo su férula y preparándose para reemplazar a su actual titular por un hombre más cercano a su corazón y más adaptado a una "agenda positiva". Pronto afirmará alianzas propias en la órbita de la Secretaría de Cultura.
Como se ve, los esfuerzos de Fernández le encanecen la cabellera pero por el momento le permiten ganar en influencia, pivoteando sobre el doble comando kirchnerista.
Hemos aventurado en su momento que, en las condiciones del doble comando y la formal presidencia de la Señora, el jefe de gabinete tiende a encarnar la figura que en la España del siglo XVII se denominaba valido (personaje de confianza del soberano que asumía la conducción de los asuntos cotidianos, coordinaba los aparatos burocráticos, asumía múltiples funciones y prerrogativas y, naturalmente, incrementaban su propio poder). Esa condición lo empuja a tratar de orientar aspectos estratégicos del gobierno. Parece obvio que uno de las que más preocupan es la política con la que el kirchnerismo ha pretendido (sin éxito) combatir la inflación. Ese dispositivo suele ser adjudicada al secretario de Comercio, Guillermo Moreno. Pero no en vano Néstor Kirchner bautizó a ese funcionario con el nombre de Lassie, por aquel célebre perro cinematográfico que se caracterizaba por la extremada lealtad a su amo y por su permanente intención de servirlo a través de las vías más inesperadas. Está claro que Moreno es un instrumento del pensamiento de Néstor Kirchner y, por ende, que el fracaso de la política antiinflacionario es un fracaso del ex presidente. Los llamados "acuerdos de precios" y las presiones sobre sectores productivos para conseguir que el costo de vida no subra sólo funcionan en los manipulados registros del gobierno. Lo que en verdad consigue esa política es trabar las soluciones de fondo, que pasan por el estímulo a la inversión.
En este terreno, el valido Fernández se empeñó en recortar y emprolijar la política de Kirchner-Moreno impulsando al joven ministro de Economía, Martín Lousteau. No ha tenido suerte. Lousteau es probablemente más fotogénico que Moreno, pero el secretario exhibe más empuje y aunque no tiene éxito, sostiene contra viento y marea su método. La defensa que el ministro ha hecho estos días de las retenciones, demuestra que las diferencias entre ambos no son sustanciales, pasan a lo sumo por la imagen. Ambos coinciden en el fuerte dirigismo estatal y en un centralismo fiscal que los productores estiman confiscatorio.
Ese método está produciendo en estos días consecuencias pesadas, con el amplísimo paro agropecuario, que muestra gran representatividad y convocatoria y que ha conseguido (en Córdoba capital, por ejemplo, donde se manifestó con una manifestación de tractores y otras máquinas) un significativo apoyo de sectores urbanos.
La lógica del "modelo económico" sostenido por el gobierno, del cual los controles y manipulaciones a los que da rostro Moreno son expresiones necesarias, está derivando en alta inflación, baja inversión, desabastecimiento o escasez (combustibles, energía), intervencionismo creciente del estado central.
Y el sistema de poder que muestra el gobierno estimula la fuga de energía política. El jefe de los ministros puede ensanchar su influencia en la burocracia (una influencia que, de todos modos, es contestada por otros altísimos funcionarios), pero cuando la Argentina mira en busca del poder, dirige la vista a quien ostenta la jefatura del Estado. Esa figura –la Señora- es la que hoy luce restringida, por el peso (informal pero efectivo) de su cónyuge. Una ironía de la situación: ella envidia el peso, su esposo probablemente envidie la formalidad. En rigor, el conjunto del dispositivo está más débil: pese al operativo clamor con el que gobernadores, intendentes y altos funcionarios del PJ reclamaron a Néstor Kirchner que ocupe la presidencia del PJ, cada día el ex presidente debe soportar más reclamos de transparencia: hoy padece dos pedidos de investigación en tribunales de dos distritos; y ahora -o por- ahora sin fueros. Se le reclama que aclare cómo incrementó varias veces su patrimonio mientras ejercía la primera magistratura y qué hizo con los centenares de millones de dólares que sacó de la Argentina cuando gobernaba Santa Cruz. Hasta el gobernador de su provincia se anima ahora a discrepar públicamente con Kirchner.
Si a algunos el poder les produce canas, quizás a otro lo que se las genere sea la limitación para ejercerlo sin disimulos, sin obstáculos. Es probable que, a medida que pasen los días, Néstor Kirchner se arrepienta de su abdicación, extrañe los atributos formales del gobierno, y se pregunte a veces si, puesto que ya perdió en este turno la ocasión de ser presidente, no será interesante convertirse, al menos, en jefe de gabinete.
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Jorge Raventos , 18/03/2008 |
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