Doble discurso

 


Las dificultades políticas experimentadas durante la primera semana de diciembre por el matrimonio presidencial constituyeron mortificaciones inesperadas para un oficialismo que hasta el momento parecía volar plácidamente por el paisaje familiar de la reelección.
La primera mala noticia llegó desde el exterior. El amigo venezolano, el coronel Hugo Chávez, había sido derrotado en el plebiscito a través del cual pretendía ratificar su liderazgo y consagrar constitucionalmente su derecho a la reelección perpetua. El revés sufrido por Chávez (que con sus inagotables petrodólares es el principal palenque financiero de una Argentina que tiene obturados los mercados del crédito) tendrá efectos sobre toda la región y obligará a sus aliados a ajustar de otro modo sus políticas.

Pero, además, la derrota del verborrágico coronel esconde lecturas que, por sus reverberancias comparativas, suenan ominosas para el kirchnerismo. El dramático enfrentamiento de Chávez con la clase media de las grandes ciudades provocó fisuras en el oficialismo de Venezuela, y la oposición urbana y republicana apoyada en corporaciones y partidos tradicionales que hasta el momento el coronel derrotaba y mantenía acotada, encuentra ahora nuevos y protagónicos aliados en el estudiantado universitario, en un amplio segmento de los sectores más humildes que parece haber salido de la influencia oficialista para oponerse a través de la pasividad (la significativa abstención electoral refleja esa conducta de contingentes sociales hasta el momento encuadrados por Chávez) y en una actitud de las fuerzas armadas que han dado señales de que no avalan las pretensiones más radicales y facciosas de su presidente.

El gobierno argentino procuró poner al mal tiempo buena cara y Néstor Kirchner se encargó de consagrar como virtuoso ("actitud de gran demócrata") el gesto de Chávez de reconocer la derrota, en rigor, un comportamiento tardío y forzado tanto por la movilización opositora como por la actitud militar de no avalar terquedades fraudulentas del presidente venezolano. El elogio permite observar como funciona el, digamos, democratómetro santacruceño: para Kirchner merece laurearse la circunstancia (que debería ser obvia) de que una autoridad reconozca el resultado de un comicio al que ella misma convocó, pero no provoca ni un juicio la pretensión de un presidente de eternizarse en el cargo. Ni los posteriores comentarios de Chávez sobre la victoria de sus rivales, que caracterizó como una " victoria de m…". Se ignora qué calificación otorga el democratómetro a dichos como ese: probablemente ese aparato tampoco mide los dobles discursos.

Pero, en fin, el matrimonio presidencial siempre ha privilegiado los problemas domésticos antes que los asuntos externos, de modo que, pese a que el resbalón chavista lo hiere, no fue ese el mayor motivo de malestar de la primera semana de diciembre. Tal disgusto se lo proporcionaron los senadores del bloque oficialista, que no pudieron satisfacer los deseos de la Casa Rosada, de modo que, por ejemplo, el impuesto al cheque (cuyos recursos ya fueron calculados en el presupuesto del año 2008) no ha sido legalmente renovado aún. Y, sobre todo, no fue aprobada la prórroga de la Ley de Emergencia Económica.

Con la cantidad de legisladores de obediencia kirchnerista con que cuenta el gobierno, seguramente esos objetivos se cumplirán antes de fin de año. ¿Por qué la furia de la pareja presidencial, entonces?

Primero, por una cuestión de estilo, un estilo que comparten ambas caras del dúo reelectoral: los deseos son órdenes, y si las órdenes no se cumplen, sucede la ira. Ese método pedagógico postula que un ataque de iracundia oportuno fortalece la disciplina.

Sin embargo, aquí había causas para la rabia, porque aunque los senadores cumplan en una o dos semanas y la Ley de Emergencia mantenga así vigencia, no se concretará el deseo oculto del matrimonio presidencial. Kirchner Néstor quería satisfacer la, digamos, coherencia, de Kirchner Cristina. Ella estuvo en contra de las declaraciones de emergencia económica proclamadas por gobiernos anteriores. ¿Y con la emergencia económica que utilizó su cónyuge durante todo su mandato? Ella siempre se ausentó cuando había que votarla. Nunca dijo nada en contra de que su esposo la empleara, pero se supone que estaba en contra. Mucha gente mantuvo el silencio sobre cuestiones de derechos humanos en los años setenta y ahora interpreta ese silencio como una actitud de oposición. Bien, el silencio tiene esa ventaja. En este caso, Kirchner Néstor quería pasarle la banda a Kirchner Cristina con la ley que a ella la hace callar ya aprobada, ya sancionada. Ahora, en cambio, como los senadores oficialistas no cumplieron, tendrá que sancionarla ella (¿o le hará firmar el trámite al por ahora invisible vicepresidente electo, Julio César Cleto Cobos?).

Otro motivo para la bronca (y la reflexión): ¿esta muestra de desobediencia es un anticipo de comportamientos futuros de peronistas sordamente rebeldes? La Casa Rosada registró que los senadores justicialistas Carlos Reutemann y Rubén Marín estuvieron en el recinto hasta minutos antes de que se planteara el tema, pero se retiraron dejando al presidente del bloque en situación vulnerable. Reutemann y Marín son para la Casa Rosada (particularmente cuando se comportan de modo imprevisible) sospechosos de menemismo. ¿Se está incubando, acaso, un peronismo desobediente como el que Carlos Menem tuvo que afrontar en su segundo mandato cuando un sector del justicialismo reparó en la creciente oposición de la opinión pública al gobierno y se unió a ella? Cruel incertidumbre.

Si alguien puede alegar que la señora de Kirchner peca de doble discurso al pretender una actitud de pureza no mezclándose personalmente con la Ley de Emergencia Económica mientras se beneficia con su existencia o reclama que otros la voten, habría que agregar que también se observa una dosis del mismo pecado cuando se postula la pureza institucional y al mismo tiempo se pretende gobernar con instrumentos propios de situaciones de catástrofe o de guerra. La ley que se quiere prorrogar habilita al Ejecutivo a saltearse la división de poderes, a establecer per se regulaciones económicas drásticas, bloquear decisiones judiciales o fijar por decreto determinados impuestos. Imaginada en una situación de grave crisis –la que dejó el gobierno de la Alianza-, proponer su prórroga hoy equivale a confesar que seis años más tarde, y en vísperas de iniciarse el segundo período kirchnerista, subsiste la amenaza de disolución y caos. O que el oficialismo tiene dificultades insalvables para gobernar sin invocar un estado de excepción y con las instituciones funcionando normalmente.
Jorge Raventos , 09/12/2007

 

 

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