Cambio chico.

 


Ante un público constituido mayoritariamente por funcionarios públicos, Cristina de Kirchner se presentó como candidata presidencial en el Teatro Argentino de La Plata
Para un televidente desprevenido, el espectáculo podía, a primera vista, confundirse con la nominación de un candidato republicano o demócrata en los Estados Unidos.
Sobre todo por las pretensiones escenográficas, por el papel picado, por las pantallas colgantes.
Pero una mirada más atenta descubría rápidamente diferencias significativas. La primera: la disciplina de las tribunas. En las convenciones estadounidenses, aún en las más atadas a un guión, la abigarrada presencia de delegados de geografías disímiles luciendo con orgullo sus banderas y emblemas produce un efecto de colorido y vivacidad que estuvo ausente en el Teatro Argentino.
El afán de adaptar el conjunto del espectáculo a un formato televisivo y televisable, que evitara cualquier inquietante desborde de euforia o activismo, transformó el acto en una ceremonia menos emotiva que una convención de podólogos.

Pero la diferencia más notable con cualquier convención política, estadounidense o europea, asiática o latinoamericana, destinada a nominar un candidato presidencial residió en este aspecto: en otras latitudes los candidatos son nominados por sus partidos, surgen directa o indirectamente de la voluntad de los afiliados o, al menos, de los cuerpos orgánicos de una divisa. En este caso, no sólo la señora de Kirchner no fue elegida como candidata presidencial por los afiliados de ningún partido político, sino que jamás se exteriorizó en el escenario platense cuál era el partido que organizaba ese acto, bajo cuáles símbolos o en nombre de qué, invitada o auspiciada por quién la primera dama ocupaba ese podio y se presentaba a sí misma como candidata presidencial. Nada en el escenario identificaba a una fuerza política que se responsabilizara por el lanzamiento.

En su pieza oratoria (dedicada, qué ironía, a opinar in extenso sobre consolidaciones institucionales), la señora de Kirchner se ocupó de revelar lo que todo el mundo sabe: que debe esa candidatura exclusivamente a la voluntad de su esposo, el presidente. Calificó el comportamiento de su conyuge como algo “absolutamente nada común”. En efecto: no hay en el mundo antecedentes de una intención sucesoria de características similares, concebida como una escena de la vida conyugal y consagrada ante cortesanos, funcionarios e invitados especiales.

Favorecida por la abdicación de su marido, la primera dama consideró que debía dedicar su presentación en el Teatro Argentino a demostrar que su extensa experiencia de más de una década como legisladora, diputada y senadora por Santa Cruz, diputada constituyente, primera dama y senadora por la provincia de Buenos Aires, si bien desmiente a su marido cuando éste afirma que “Cristina es la única candidata nueva”, le otorga a ella la capacidad de memorizar (palabras, no cifras) y hablar por tres cuartos de hora sin consultar papeles.

El contenido del discurso único de La Plata tuvo elementos paradójicos. La señora, marketineramente identificada con “el cambio”, definió el mentado cambio,ante el aplauso de los funcionarios presentes, como continuismo: “El cambio –dijo, mirando al palco bandeja ocupado por el Presidente- significa continuar en la misma dirección”. El Príncipe de Lampedusa lo había resumido mejor: “Algo debe cambiar para que nada cambie”.

Reivindicó la señora, asimismo, un “discurso de género” (femenino), aunque aclaró que ella no está a favor de que las mujeres peleen con los hombres, ni (¡qué otra cosa decir en esa feliz circunstancia!) las esposas con sus maridos. En un párrafo que algunos interpretaron como un homenaje a la (ausente) ex ministra Felisa Miceli, reivindicó la capacidad femenina de “prodigarse en simultáneo en lo público y lo privado”.

La primera dama y candidata reivindicó lo que definió como “recuperación de la institucionalidad democrática” y, en ese marco, destacó el comportamiento ejemplar de los bloques legislativos oficialistas, aludiendo (si bien prefirió no explicitarlo) a la cesión de atribuciones del Congreso al Poder Ejecutivo, que ellos facilitaron. Señaló la señora de Kirchner que el “modelo económico” actual “debe institucionalizarse” para evitar que un próximo gobierno pueda introducir modificaciones. Aunque no entró en detalles, seguramente la primera dama se refería, entre otros aspectos, a mantener las retenciones a las exportaciones y la apropiación por el poder central del total de su recaudación así como de la mayor parte del impuesto al cheque; o a conservar el actual esquema de coparticipación federal y los sobreprecios en obras públicas, alentar la inflación real y reprimirla en los papeles manipulando las muestras del INDEC, tergiversar las estadísticas sobre pobreza e indigencia, etc.

En una alusión histórica al peronismo, la señora de Kirchner trazó una comparación con el proceso económico de Brasil y los primeros gobiernos de Juan Perón: manifestó su preferencia por “la burguesía brasileña” antes que por el proceso peronista “de sustitución de importaciones”. También se refirió negativamente al gobierno peronista de los años 90 (“neoliberal”). Si bien dedicó mucho tiempo a hablar sobre “el modelo económico”, no hizo ningún comentario que vinculara el desarrollo de la burguesía brasileña que ella dijo admirar con la situación social de ese país y la condición de miseria y marginalidad en que ha vivido (y aún vive) una alta proporción de la población de Brasil..

Tras los tres cuartos de hora de discurso de la primera dama y candidata, el papel picado y la iluminación dispararon sus señales de moderada alegría y contenido júbilo, mientras un comentarista televisivo apuntaba que se había asistido a “un acto sin marcha y sin símbolos peronistas” y otro agregaba que “los militantes que vinieron se quedaron en la calle”.

A diferencia de tantos discursos de campaña de su esposo en las presidenciales de 2003, la señora de Kirchner no empleó en el acto del jueves 19 demasiadas alusiones al tema corrupción. La elusión tenía su lógica: la semana se había iniciado con la renuncia de la ministra de Economía del gobierno de su esposo, precedida por un mes y medio de silencio ante el restallante hallazgo de una fortuna en un armario del baño de su despacho, y por una semana de excusas públicas de la funcionaria (avaladas por el vértice del gobierno) que el fiscal actuante, antes de imputarla como sospechosa de varios delitos, consideró mentiras. El llamado toiletgate se ramifica en varias direcciones: hacia los funcionarios designados por Miceli en el Banco Hipotecario, hacia los vínculos de los hermanos de la ex ministra con distintos negocios financiados por el Estado y hacia las operaciones de una financiera de Villa Lynch que prosperó en los negocios en paralelo con la designación de Miceli en el Palacio de Hacienda y que, de acuerdo a una investigación de la revista Noticias, parece unida por varios lazos con la Jefatura de Gabinete de ministros.

La misma semana del discurso institucionalista de la primera dama albergó también la declaración ante el juez del ex titular de Enargas, otro funcionario procesado (en este caso, por el tema Skanska), quien proporcionó al magistrado actuante motivos suficientes para que indague en el mismo expediente al secretario de Energía, Daniel Cameron. También en la semana se conoció la decisión del juez federal Guillermo Tiscornia de imputar a la ministra de Defensa, Nilda Garré, en el expediente en el que investiga la misteriosa venta de casi siete toneladas de partes de fusiles FAL por la módica suma de 2.600 dólares. El fiscal Stornelli investiga entretanto los manejos del secretario de Comercio, Guillermo Moreno, en relación con la tergiversación de datos sobre inflación y sobre pobreza producidos por el INDEC. Y la lupa judicial sigue escrutando los gastos, manejos financieros oblicuos y nombramientos altamente remunerados de la secretaria de Ambiente, Romina Piccollotti (que entre los nombramientos se encontrara el de la hermana de Felisa Micelli es un modo elegante de cerrar este círculo descriptivo).

Con tan notable proporción del gabinete de su marido nominada por los jueces, pareció razonable, en el marco de un discurso destinado a defender el cambio como profundización de lo existente, que la señora de Kirchner no se extendiera demasiado en la temática de la corrupción.

El miércoles 18 de julio, en vísperas del teatro argentino, Ana Barón, la aguda corresponsal de Clarín en Washington, informaba del resbalón que días antes había perturbado al representante de Néstor Kirchner ante el Banco Mundial, Alberto Camarassa. Sucede que el funcionario se quejó a las autoridades de esa institución por un reciente informe técnico (Governance Matters, 2007) que exhibe a la Argentina cayendo por tercer año consecutivo en materia de corrupción. La periodista apuntó con fina ironía que Robert Zoellick, el Presidente del BM, recibió la carta de Camarassa “en vísperas de la renuncia de Miceli", cuando los diarios del mundo ya hablaban del toiletgate y “con todos los problemas del INDEC sobre la mesa”. Un mal momento.

El trabajo que molestó al gobierno argentino es la actualización de un vastísimo informe, que un equipo de especialistas conducido por Daniel Kaufmann, destacado investigador del Instituto del Banco Mundial, viene desarrollando desde hace más de una década. El estudio analiza la situación de 212 países en relación a 6 variables: control de la corrupción; seguridad jurídica; calidad regulatoria; eficacia del Gobierno; estabilidad política; y libertad de expresión.

El gobierno de Kirchner exhibe fuertes caídas en todas las materias, salvo (curiosamente), libertad de expresión, único rubro en el que consigue una nota parecida a la que Argentina obtenía en 1998. En todos los otros aspectos el descenso es notable. La medición de los investigadores del BM revela que el “control de la corrupción” en la Argentina cayó sensiblemente si se compara con el gobierno de Carlos Menem. Para 1998, el país figuraba con un valor del 58,5 por ciento, en el 2004 había descendido al 42,9 por ciento , en el 2005 al 39, 2 por ciento y el último año estaba en 37,1 por ciento, notablemente por debajo de la media de América Latina y ocupando el décimo puesto del ranking regional. –

El estudio muestra asimismo que hubo un marcado retroceso en materia de seguridad jurídica. En 1998, el indicador marcaba 64,9 por ciento, mientras que en el 2005 superaba apenas el 30 por ciento y en 2006 había bajado aún de esa mezquina marca, para ocupar el noveno puesto entre los países latinoamericanos.

La “calidad regulatoria” del Estado es hoy tres veces más baja que durante la década del 90. En 1998 la marca superaba los 70 puntos; hoy llega a gatas a los 20 puntos, con los que Argentina se ubica en el puesto número 15 en la región, sólo por encima de Bolivia, Ecuador y Venezuela. En fin, en la materia “eficacia del Gobierno” el descenso por comparación con la “década maldita” no es menos significativo. Mientras en 1998 el estudio asignaba a la Argentina 74,3 por ciento, tanto en 2005 como en 2006 la marca ha descendido por debajo del 50 por ciento (entre 42 y 46).

El moralismo verbal con que este gobierno y sus apologistas cargaban maliciosamente su dedo índice para acusar a los 90, queda cruelmente iluminado por el trabajo del organismo internacional. Y debe tomarse en cuenta que las cifras del estudio registran la situación del año 2006, cuando todavía una atmósfera de inmunidad parecía proteger al kirchnerismo y muchas denuncias se omitían o eran silenciadas, fuese por miedo, por interés o por, digamos, prudencia.

No es difícil imaginar lo que mostrarán las cifras del año próximo, las que registren los hechos de este 2007, en cuya primera mitad ya saltaron a las primeras planas entre otros, los mencionados más arriba.
Jorge Raventos , 23/07/2007

 

 

Inicio Arriba