¿NESTOR SIN TIERRA?

 


La caída del gobernador Carlos Sancho hace que la crisis de gobernabilidad en Santa Cruz marque un “antes” y un “después” en la política argentina.
En Atenas, cuna de la democracia, la pena del destierro constituía la sanción más grave que se podía imponer a un gobernante. En la Argentina de hoy, y en el lenguaje directo y brutal del peronismo bonaerense, la caracterización de los “sin tierra” no remite al mítico rey Juan Sin Tierra de la historia británica sino que anatemiza a aquellos dirigentes políticos que carecen de liderazgo territorial o, peor aún, que lo han perdido. Dicho estigma pareciera haberse hoy extendido al peronismo a nivel nacional, donde la ausencia de un liderazgo unificador legitimado y reconocido a nivel nacional convierte al poder territorial en la única fuente de poder político.

Por ese motivo, es posible que el éxito político más importante obtenido en estos cuatro años por Néstor Kirchner haya sido la derrota de Eduardo Duhalde en la provincia de Buenos Aires. Pero esa misma e impiadosa regla de juego hace que lo acaecido en la provincia de Santa Cruz constituya un acontecimiento mayor, cuyas consecuencias habrán de signar fuertemente en los próximos meses el curso de la política argentina.

La caída del gobernador Carlos Sancho sólo puede compararse con el eclipse de la dinastía Saadi en Catamarca o, más recientemente, con lo sucedido con el matrimonio Juárez en Santiago del Estero. Existe empero una diferencia fundamental: ni Catamarca ni Santiago del Estero eran la provincia natal del presidente en ejercicio. Pero si el ocaso de Sancho puede encontrar algún precedente, la agresión perpetrada contra Alicia Kirchner constituye un hecho absolutamente inédito. Jamás, en toda la accidentada historia constitucional argentina, un ministro del Poder Ejecutivo Nacional había sido víctima de un episodio de violencia callejera de esta naturaleza.

Entre la caída de Sancho y el ataque sufrido por la hermana del presidente existe un común denominador: el reemplazo de los mecanismos constitucionales por las vías de acción directa como forma de dilucidación de los conflictos políticos. Se trata de una tendencia generalizada en la Argentina desde los recordados sucesos del 20 de diciembre del 2001, que produjeron el derrocamiento de Fernando De la Rúa e inauguraron una práctica que días más tarde forzó la renuncia de Adolfo Rodríguez Saa y meses después precipitó el retiro del propio Duhalde, apresurado por la muerte de dos manifestantes en Puente Pueyrredón.

Lo cierto es que el actual gobierno, hijo de esa crisis de gobernabilidad, optó desde un principio por tolerar y hasta fomentar el empleo de estos mecanismos de acción directa. Esa política fue, en parte, producto de su debilidad de origen y en parte también un instrumento de su juego de alianzas para avanzar en su propia construcción de poder. Esto hizo que la acción directa haya ya dejado de ser la forma de expresión de las agrupaciones piqueteras o de determinados sectores políticos de izquierda para erigirse en un recurso habitual de protesta de la casi totalidad de los actores políticos y sociales.

Todavía es posible que, en ciertas circunstancias, la utilización de esos mecanismos de presión sea políticamente funcional al oficialismo, como ocurrió recientemente con el “escrache” practicado contra el titular de la Cámara de Casación, Alfredo Bisordi. Pero el transcurso del tiempo provoca que, después de cuatro años de ejercicio del poder, cada vez sea más frecuente el hecho de que la generalización de esta metodología de acción coloque en serios aprietos políticos a la Casa Rosada.

Al fin de cuentas, fue la movilización de los padres de las víctimas de la tragedia de Cromagnon el factor determinante de la destitución de Aníbal Ibarra y, como consecuencia, de la situación electoralmente insostenible que afronta el gobierno en la ciudad de Buenos Aires. En ese sentido, la renuncia de Sancho, como antes la de su antecesor, Sergio Acevedo, pertenece también a esta categoría de hechos, aunque las particularidades de la movilización social santacruceña, con su estética de “cacerolazos” y la reaparición de la consigna de “¡Que se vayan todos!”, la asemejan más bien a una versión provincial, sin helicóptero, de la estrepitosa caida del gobierno de la Alianza.

La conclusión es que, en términos simbólicos, Kirchner empieza a sufrir en carne propia la penalidad ateniense del destierro. Ni él ni su familia pueden transitar libremente por las calles de Río Gallegos, ciudad que gobernó como intendente. En la lógica brutal del peronismo, amenaza también quedar en la situación de los “sin tierra”. No habría incluso que descartar la posibilidad de que el nuevo gobernador, Daniel Peralta, cuya amplia convocatoria al diálogo con personalidades eclesiásticas, dirigentes políticos y sectores sindicales vilipendiados desde el gobierno nacional, lo coloca casi en las antípodas del estilo de confrontación permanente que identifica a Kirchner, termine cumpliendo en Santa Cruz un rol similar al de Jorge Telerman en la ciudad de Buenos Aires, hoy emancipado de la tutela presidencial.
Pascual Albanese , 14/05/2007

 

 

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