La catástrofe no era inevitable.

 

El gasto público argentino tiene mucho desperdicio, pero su nivel en el PBI no es tan excesivo. El motivo real del clamor por la devaluación es el deseo de licuar los pasivos y activos financieros.
Tanto la deuda externa como la deuda pública, cada una de ellas equivalente a unos dos quintos del PIB, no eran insostenibles, al menos no desde el punto de vista técnico. Muchos países llegan a niveles más altos, sin desencadenar una crisis como la local.

Normalmente, sólo se devalúa cuando el país está teniendo un fuerte déficit comercial y de balanza de pagos que no puede ser corregido de otra manera. Pero la Argentina tuvo en 2001 un superávit comercial de unos 7.000 millones de dólares. Había un importante déficit en la balanza de pagos debido a los intereses. Pero no era un déficit insostenible. Por otro lado, nadie pretende que a través de una intensa devaluación se obtenga un superávit comercial enorme que baje a cero el déficit de la balanza. El propósito de la devaluación no podía ser la corrección del déficit de la balanza.

Había dos tipos principales de proponentes de la devaluación: los que - con una óptica populista - también proponían el default y los que - desde una óptica liberal - proponían un sistema capitalista con disciplina fiscal y decían que la devaluación era un mal necesario para corregir el pecado previo de un excesivo gasto público y, desde ahí, restablecer la confianza de los inversores y la entrada de capitales.

Pero el default resulta en una instantánea - aunque traumática - corrección de la balanza de pagos porque se dejan de pagar los intereses. Para un proponente del default, proponer adicionalmente una (hiper) devaluación carece de sentido. Además, la entrada de capitales que se busca restablecer implicaría un déficit en la balanza de pagos.

Hay algo insincero en la propuesta de devaluar cuando hay un superávit comercial importante. Quizás un aumento del tipo de cambio pudiese ayudar a obtener el mismo superávit pero entre mayores exportaciones, con mayor desarrollo.

Seguramente el aumento necesario para esto era pequeño y cuesta creer que valiese la pena la desestabilización. La deflación acumulada desde 1996 ya había corregido bastante la sobrevaluación. La historia sugiere que un tipo de cambio real más de 15 % superior al actual no duraría mucho tiempo siquiera. ¿Cómo justificar entonces una suba del dólar del 40 % o mucho más aún como se pide desde tantos rincones?

La deuda externa total y la deuda pública total, cada una de ellas equivalente a unos dos quintos del PBI, no eran en absoluto insostenibles, al menos no desde el punto de vista técnico. En muchos países se llega a niveles mucho más altos que eso, por ejemplo hasta 120 % del PBI, sin llegar a crisis monetarias.

El gasto público argentino tiene mucho desperdicio, mucho ñoqui y gasto inútil, pero su nivel de 21 % del PBI no es tan excesivo como para explicar la catástrofe. El déficit es por supuesto un tema mucho más delicado, y está claro que un déficit del 6 % del PBI es absolutamente insostenible. Pero uno del 2 % del PBI se puede mantener por mucho tiempo y hasta resulta deseable porque es una forma de que el Estado importe crédito y lo recicle al sector privado en la forma de menores impuestos.

Está claro, aunque no se diga, que el motivo real del clamor por la devaluación es el deseo de licuar los pasivos y activos financieros. El país tiene una larga tradición mercantilista y populista donde no se reconoce la legitimidad del derecho de propiedad sobre activos "inmateriales": activos financieros, participaciones minoritarias en acciones, derechos contractuales, patentes, etc.

La propiedad sobre los activos materiales, o reales, se respeta razonablemente bien aún en casos de emergencia. La de los inmateriales se considera un lujo al que se da un respeto limitado, en el mejor de los casos y que se expropia sin asco en casos de emergencia. Pero la economía moderna se basa muchísimo en los activos inmateriales y desconocer su legitimidad es una receta infalible para el fracaso. Durante los años 90 los activos financieros fueron más o menos respetados, más allá de algún abuso tolerable como el impuesto al cheque (equivalente a un insólito 15% anual sobre el saldo medio de las cuentas corrientes). Pero ni Menem ni Cavallo hicieron lo más mínimo para cambiar esa cultura de no legitimidad de los activos inmateriales. Su inacción fue quizás porque en el caso de Cavallo, su compromiso con esa cultura era demasiado firme y a nadie le gusta reconocer errores tan gruesos.


Tradición antifinanciera

Dentro de esta tradición mercantilista, populista, antifinanciera, se dan periódicamente coaliciones de clase entre grupos teóricamente opuestos: las capas más altas de la burguesía, que pretenden que se licuen sus pasivos y que esperan mejorar su situación financiera con la inestabilidad, y el sindicalismo y los "abogados" de las clases bajas que (cuando son sinceros) esperan que los activos financieros expropiados se usen para mejorar la situación de su gente y (cuando son menos sinceros) simplemente esperar medrar personalmente y sacar ventajas políticas.

La clase media, que supuestamente tiene esos activos, no tiene una conciencia clara de sus intereses y hasta participa un poco de la idea de que la actividad financiera es ilegítima. Hasta los economistas liberales se unen al clamor por la devaluación. El argumento es que así se licua al sector público también. Esto último no estaría tan mal pero como método de achicamiento es torpe y temporario porque con el empleo público intacto, las presiones pronto obligan a reponer el gasto.

Lo peor del proceso licuatorio es que, aunque los balances de las empresas se embellecen y sus dueños mayoritarios aumentan su grado de control (algo socialmente indeseable, dicho sea de paso), la producción de las empresas no mejora porque no consiguen crédito para capital de trabajo. Los asalariados pierden terriblemente.

Este artículo fue publicado en el diario "El Cronista" el 22 de enero de 2002.
Cristóbal Williams , 28/01/2002

 

 

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