El último discurso.

 


Néstor Kirchner inauguró el último período legislativo de su presidencia con un discurso que fue tropicalmente extenso, al estilo de los de Hugo Chávez y Fidel Castro, pero tedioso. Las cámaras, que de a ratos parecían querer subrayar sus palabras con planos ilustrativos de los congresistas, recorrían en sus paneos un paisaje de aburrimiento y bostezos del que se contagiaban inclusive algunos oficialistas de fidelidad probada.
El mensaje presidencial de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso ante la Asamblea Legislativa (las dos Cámaras en un mismo recinto) y con la presencia en la sala de los jueces de la Corte Suprema, es una tradición institucional significativa, un paréntesis pensado para dejar atrás los ánimos facciosos, pues se trata de simbolizar la voluntad de concordia social y la unidad de los poderes del Estado en pos de objetivos trascendentes. No se supone que el del Ejecutivo emplee esa tribuna para entonar cánticos de autoalabanza ni para maltratar a los opositores, sino más bien para exhibir su visión sobre los objetivos comunes que la Nación puede encarar en el año parlamentario que se abre.

No se trata de que en esa sesión deban evaporarse las líneas de fractura entre las distintas corrientes políticas, sino de mostrar ante la comunidad la forma en que la primera minoría que gobierna establece puentes para conseguir el apoyo de las corrientes que ocupan el lugar de oposición al menos en los asuntos de interés más dramático para el país.

En Estados Unidos la escenificación de ese momento se produce con el discurso presidencial sobre el estado de la nación, que –conocido por adelantado por el partido de oposición- es sucedido de inmediato por un discurso de los líderes de la segunda fuerza, que es difundido por los medios que cubrieron el mensaje presidencial.

Aquí, el presidente Kirchner empleó la cadena nacional para que su voz fuera emitida por todos los medios, y sus palabras, en los momentos en que se apartó de la prosa burocrática aportada a la mayor parte del mensaje por los insumos de sus ministros y secretarios, estuvo más lejos de la búsqueda de concordia que del desafío pendenciero, no sólo fronteras adentro sino también para referirse al primer mandatario del Uruguay o a organismos internacionales de los que Argentina es miembro. Al "¡De acá!" lanzado hacia el Fondo Monetario Internacional sólo le faltó el gesto físico que suele acompañar esa expresión para que el Presidente reflejara en un ciento por ciento la grosería de tribuna o el lenguaje tabernario de algunos programas de tevé.

El estilo retórico y político por el que optó el doctor Kirchner, ese tono al que el hastío no le disimuló la agresividad, resulta revelador de las preocupaciones que agitan su espíritu.

A primera vista, podría suponerse que un presidente que cuenta con los grados (o porcentajes) de aprobación que el gobierno suele exhibir en sus encuestas y que pinta la elección de octubre como un paseo que podrían adjudicarse con parecida comodidad "pingüina o pingüino", podría dejar de lado los tonos hostiles y mostrarse amplio, con superioridad y hasta con suficiencia, con aquellos adversarios a los que descuenta vencer sin esfuerzo. No es ese el caso, sin embargo.

Kirchner está inquieto por el rumbo, para él inesperado (además de indeseado) que parecen tomar ciertos acontecimientos. La ratificación de Mauricio Macri de que peleará por la Capital Federal tiende a despejar el camino para que la candidatura de Roberto Lavagna se destaque como prncipal polo opositor. Si Elisa Carrió decidiera, como acaba de insinuar, que también ella dejará de lado la postulación presidencial para lanzarse en el distrito porteño, quedaría aún más allanada la senda para que Lavagna intente la convergencia opositora. Es cierto: se trata de una hipótesis todavía cargada de condicionales y potenciales, pero esa conjetura está en las últimas semanas más cercana que antes de la realidad. Y se trata de una conjetura que no tranquiliza al presidente.

El último año de gestión de Kirchner y la perspectiva de una sucesión –sea a manos de un candidato opositor o de su propia esposa- agita el avispero en las fuerzas oficialistas: muchos funcionarios ven peligrar su estabilidad futura y varios de ellos se apresuran a cumplir con deberes personales para los que quizás les termine faltando tiempo. Esa atmósfera de vísperas tensa las relaciones en el seno del equipo gubernamental. La ministra de Economía Felisa Miceli, ya bastante jaqueada por el conflicto del INDEC y por el creciente escándalo del turbio intento de pago de cientos de millones al grupo Greco, no cesa de perder espacio a manos del secretario de Comercio (teóricamente, su subordinado), Guillermo Moreno. Este acaba de arrebatarle a la ministra el manejo de la Oficina Nacional de Control Comercial Agropecuario, una entidad que maneja cientos de millones de pesos de subsidios y que también "parte y reparte" en temas tan cruciales como la "cuota Hilton", designando las firmas que podrán exportar su carne beneficiándose con precios muy superiores a los normales. Como para probar la temperatura de esos conflictos, baste decir que el funcionario desplazado el viernes de la titularidad de ese ente, había sido unos días antes fuertemente presionado por Moreno ("O te alineás o renunciás") y decidió firmar la dimisión porque, según explicó al diario Clarín, "Moreno me amenazó y, lamentablemente, no es nada saludable trabajar en estas condiciones. Temo por la seguridad de mi familia…"

Los cruces entre Miceli y Moreno son apenas una muestra de las tensiones que empiezan a cundir en un oficialismo que predica su vigencia prolongada pero en el que empieza a in filtrarse la corrosiva idea de que – sea para todos o para algunos- los días de fiesta pueden estar llegando a su fin.
Jorge Raventos , 05/03/2007

 

 

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